Ante la desaparición de los órganos públicos autónomos , la experiencia nos ha demostrado en repetidas ocasiones, tanto en el orden federal como en los gobiernos de los estados y los municipios, que las buenas intenciones no son suficientes.
Por José Antonio Elvira de la Torre
Desde el mes de agosto pasado, apenas unas semanas después de los resultados de la elección federal de este año, ya se había discutido y aprobado en la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión la iniciativa presentada por el anterior Presidente de la República en los primeros días del mes de febrero, que planteó la modificación de diversos artículos de la Constitución (3o, 6o, 26, 27, 28, 41, 76, 78, 89, 105, 113, 116, 123 y 134), para la desaparición de la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), la Comisión Reguladora de Energía (CRE), la Comisión Nacional de Hidrocarburos (CNH) y la Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación (Mejoredu).
En la sesión del pasado jueves 28 de noviembre fue el turno en el Senado de la República, que con 86 votos a favor (del partido en el gobierno MORENA y sus aliados del PVEM y PT) y 42 en contra (de los Senadores del PAN, PRI y MC y el voto del senador morenista Javier Corral), puso el penúltimo clavo en el ataúd de estos organismos públicos que cumplían funciones sustanciales del Estado mexicano y que, además, lo hacían manteniendo dichas funciones fuera del control del Poder Ejecutivo. Aunque el último clavo sería la ratificación de las reformas por los Congresos de las entidades federativas, en realidad es sólo un trámite, dado que el partido promotor de las reformas es quien tiene mayoría en 24 Congresos locales.
El discurso que el gobierno y su bloque en el Congreso han planteado para justificar la reforma, es consistente con las posiciones que han defendido en otros temas públicos trascendentes y que han implicado decisiones que han eliminado o disminuido en los hechos los controles institucionales al ejercicio del Poder Ejecutivo que se habían construido en los últimos 30 años en nuestro país. La utilización de la expresión “simplificación orgánica” para definir las reformas constitucionales ya aprobadas, no hacen más que restarle importancia a los efectos y consecuencias negativas que para el ejercicio de los derechos y libertades, así como para el funcionamiento del gobierno y la rendición de cuentas experimentaremos.
A contracorriente de lo que se había construido desde la transición del régimen autoritario a la democracia imperfecta que vivimos desde los inicios de la década de los 90, estas reformas nos regresan a la noción de que tales funciones de Estado no deben realizarlas organismos autónomos del Poder Ejecutivo y que, por el contrario, deben ser llevadas a cabo por las propias Secretarías del gobierno federal o, en el último de los casos, por organismos desconcentrados de ese Poder.
Por desgracia, la experiencia nos ha demostrado en repetidas ocasiones, tanto en el orden federal como en los gobiernos de los estados y los municipios, que las buenas intenciones no son suficientes y que representa mayor utilidad social complementar la labor de los gobiernos con organismos públicos que integran la participación de la ciudadanía y las organizaciones civiles y las universidades, que hagan posible el seguimiento y la evaluación de sus responsabilidades para una efectiva rendición de cuentas y generación de valor público.
Por ello, aunque es necesaria una mayor eficiencia en el uso de recursos públicos y que se destine una mayor cantidad de ellos a las tareas sustantivas de gobierno que pueden impactar significativamente la calidad de vida de las personas, no puede justificarse sólo por el argumento económico la desaparición de organismos que favorecen el ejercicio de los derechos y la ampliación de las libertades.
Los excesos que en el desempeño de sus funciones incurrieron algunos de los funcionarios de estos organismos no pueden ignorarse ni excusarse. No se trata de cerrar los ojos y aceptar cualquier tipo de resultados que generen. Pero tampoco es justificable que se cancelen bajo el argumento de la eficiencia o el combate a la corrupción. Para cualquier ente público, sea gubernamental o autónomo, debe tenerse el mismo nivel de exigencia en el manejo de recursos, en el cumplimiento de sus objetivos, en la generación de valor público e impactos concretos positivos en la vida de las personas. Era más útil y menos costoso mejorar su desempeño, sancionar a los funcionarios corruptos, eficientar su estructura y aumentar su capacidad para cumplir con su propósito institucional.
Esperar que estas funciones esenciales del Estado mexicano, ahora en manos del Poder Ejecutivo Federal, van a mejorarse en términos de eficiencia, eficacia, efectividad, transparencia, rendición de cuentas y gobernanza democrática a estas alturas, parece también un salto de fe. Lo que se viene es que también los gobiernos de los estados y los gobiernos municipales puedan tomar este ejemplo que disminuirá significativamente la calidad de los gobiernos y el acceso y distribución equitativa a los bienes públicos que deben ofrecernos.