Varios personajes históricos de México pasaron de ser héroes nacionales a traidores, según los tiempos políticos y no de acuerdo a sus acciones.
Por Alfredo Arnold
Morir con el estigma de “traidor a la Patria” debe ser algo terrible, tanto por las implicaciones en la memoria personal como por el legado de oprobio que se hereda a los descendientes y ya sin oportunidad de limpiar el nombre, a menos que la historia lo reivindicara. Vivir con esa marca, tampoco debe ser cosa fácil.
Por su gravedad, el término de “traidor a la Patria” no debería ser empleado con ligereza, menos por simples discusiones políticas.
En la historia de México aparecen episodios en los que personajes que en su momento fueron acusados y castigados de traicionar a la patria, posteriormente resultaron exonerados al haberse encontrado nuevas evidencias históricas de sus actos, o por situarlos en otros contextos o simplemente porque cambiaron los paradigmas ideológicos del poder en turno.
Recordemos algunos de ellos: Agustín de Iturbide, Vicente Guerrero, Maximiliano de Habsburgo, Miguel Miramón y Felipe Ángeles. Todos ellos, de condiciones completamente distintas:
Iturbide, reconocido como consumador de la independencia y Padre de la Patria (igual que Hidalgo, en su tiempo), fue derrocado como emperador y enviado al exilio en Italia. Regresó, aparentemente con el ánimo de prevenir al gobierno republicano de que en Europa se preparaba un intento de los imperios por recuperar a la antigua Nueva España. Fue capturado tan pronto desembarcó en Soto la Marina y sometido a un juicio sumario, sin defensa y sentenciado a morir fusilado al día siguiente.
La historia recuerda las palabras de Iturbide antes de ser ejecutado: “¡Mexicanos!, en el acto mismo de mi muerte, os recomiendo el amor a la patria y observancia de nuestra santa religión; ella es quien os ha de conducir a la gloria. Muero por haber venido a ayudaros, y muero gustoso, porque muero entre vosotros: muero con honor, no como traidor: no quedará a mis hijos y su posteridad esta mancha: no soy traidor, no”.
Vicente Guerrero, el segundo presidente del México republicano, sucesor de Guadalupe Victoria, sufrió una suerte parecida a la de Iturbide. Asumió la presidencia el 1 de abril de 1829 y solamente gobernaría ocho meses. Desde el principio fue muy criticado: que se olvidaba de su pasado insurgente, su escasa instrucción, sus modales rústicos y su muy probable ascendencia africana.
El mismo Congreso que lo llevó al poder, lo echó de la silla presidencial declarando que estaba “inhabilitado mentalmente” para gobernar. Guerrero se retiró a las montañas del sur, un territorio que conocía como la palma de su mano, pero fue víctima de una traición, la del marino italiano Francesco Picaluga, quien tenía su barco Colombo anclado en Acapulco a donde invitó a Guerrero a disfrutar de una espléndida cena, pero cuál sería la sorpresa éste al escuchar que su amigo Picaluga lo estaba haciendo su prisionero. En el barco lo condujo a Oaxaca donde Guerrero fue sometido a juicio sumario y fusilado en Cuilapam. Picaluga cobró 50 mil pesos por la traición. Cinco años después, al difundirse este episodio, Picaluga fue declarado “enemigo de su patria” y advertido de que sería ejecutado si regresaba a Italia. No se sabe a ciencia cierta cómo fue su fin; algunas versiones aseguran que se cambió el nombre y se fue a vivir a tierras árabes, otras dicen que se suicidó en Mazatlán. En cambio, el nombre de Vicente Guerrero fue rehabilitado y hoy se le considera héroe nacional.
Maximiliano no era mexicano y por lo tanto no se puede acusar de traición, pero sus últimas palabras, antes de ser fusilado en el Cerro de las Campanas, fueron: “Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y la libertad de México. Deseo que mi sangre sea la última que se derrame en este desgraciado país”.
De Miguel Miramón, quien fue fusilado al lado de Maximiliano, se afirma que pidió no se le considerara traidor. Sus últimas palabras fueron: “Mexicanos: en el Consejo mis defensores quisieron salvar mi vida; aquí (estoy) pronto a perderla, y cuando voy a comparecer delante de Dios, protesto contra la mancha de traidor que se ha querido arrojarme para cubrir mi sacrificio. Muero inocente de ese crimen, y perdono a sus autores, esperando que Dios me perdone, y que mis compatriotas aparten tan fea mancha de mis hijos, haciéndome justicia. ¡Viva México!”.
Finalmente, Felipe Ángeles, quien había regresado a México con la intención de conciliar a todas las fuerzas revolucionarias, enemistado con Carranza y con su gran amigo Villa, fue fusilado en Chihuahua. Antes de morir dijo: “Mi muerte hará más bien a la causa democrática que todas las gestiones de mi vida. La sangre de los mártires fecundiza las buenas causas. ¿Por qué temerle a la muerte si no le temo a la vida?”.
Felipe Ángeles, sentenciado por traidor en 1919, fue nombrado “Hijo del Estado de Hidalgo” en su XXII aniversario luctuoso y hoy el nuevo aeropuerto de la Ciudad de México lleva su nombre.
La traición a la Patria constituye un delito sancionado por el Código Federal de la Federación y define 15 formas de cometerlo, pero ninguna por votar en contra una iniciativa de ley en la Cámara de Diputados.