Por Alfonso Gómez Godínez
@ponchogomezg
Con la irrupción de las llamadas “crisis económicas recurrentes y de fin de sexenio” de las últimas décadas del siglo pasado, los economistas mexicanos fueron adquiriendo un espacio de relevancia significativa en la vida pública del país. De hecho, se afirma por muchos estudiosos del sistema político mexicano, que los economistas desplazaron a los abogados en los espacios de decisión gubernamental.
A la par de este fenómeno, la transformación de la economía global abrió nuevos horizontes para la teoría económica. Se hizo necesario cambiar paradigmas, conceptualizaciones y abrir nuevos espacios para la instrumentación de las políticas económicas. Así se vivió un intenso debate entre los economistas identificados con el pensamiento keynesiano, defensores de la intervención económica del Estado, y sus archirrivales representados por los monetaristas de Milton Friedman que cuestionan las políticas expansivas de gasto público.
La voz y la opinión de los economistas se volvió imprescindible en la narrativa de los asuntos públicos. Las aseveraciones en torno al mercado, el producto interno bruto, la inflación, el tipo de cambio, las cuentas con el exterior, la competitividad, se volvió cotidianas en los medios de comunicación.
Es justo reconocer que sobre los economistas apuntan algunos señalamientos que han afectado la credibilidad y pertinencia de sus opiniones. Hace años un estimado colega y Premio Nacional de Economía me confesaba que los economistas debemos de quitarnos ese lenguaje que hace que lo fácil se convierta en difícil y lo difícil en incomprensible. La adopción de un lenguaje técnico y complejo por parte de los economistas nos estaba alejando de la compresión y del diálogo con la sociedad. Los economistas no hemos logrado penetrar en la interlocución social al no poder comunicar con mucha mayor claridad nuestros conceptos y categorías. Una tarea pendiente es alcanzar una mayor socialización de nuestras opiniones sin perder la sustancia y solidez argumentativa.
Por otra parte, los economistas nos dimos a la tarea de elaborar pronósticos y proyecciones sobre el futuro comportamiento de la economía y sus variables. La realidad es tan compleja e incierta que, a cada pronóstico lanzado, tenemos que actualizarlo y modificarlo porque en su primera versión no acertamos. Algunos afirman que los economistas lanzamos pronósticos para después justificar las razones por las que no se cumplieron.
Un elemento fundamental que ha afectado nuestra profesión es la propensión por abrazar dogmas, recetas y recomendaciones sin pasarlos por la lupa de la realidad histórica, de su pertinencia y viabilidad social. Asumir acríticamente postulados teóricos y políticas económicas aplicadas en otras realidades completamente distintas a la nuestra, no han resultado ser una medida adecuada para resolver las problemáticas propias.
Por consecuencia, es un imperativo para los economistas abrirnos a los nuevos campos de las ciencias sociales, penetrar en los vínculos de la economía con la psicología en la llamada economía del comportamiento; de la economía con la historia, el derecho y la sociología para abrirnos a la economía institucional; asimismo a la llamada economía del bienestar subjetivo.
Por estas y otras muchas más razones celebro que aquí en Jalisco se vaya a celebrar el XXII Congreso Nacional de Economistas, un encuentro que espero ponga en el centro del debate las preocupaciones de la ciencia económica y de la sociedad agobiada por el estancamiento económico y la inflación y que salgan propuestas viables para el bien de México y de Jalisco.