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La economía, fascinación y claroscuros

Por Alfonso Gómez Godínez

@ponchogomezg

La ciencia económica es una disciplina relativamente joven. Nació con un Adam, en la Inglaterra de la Primera Revolución Industrial del siglo 18; junto a David Ricardo y Robert Malthus, Adam Smith dio origen a la llamada escuela clásica. Los economistas hemos construido paradigmas teóricos y que derivan en un arsenal de políticas y recomendaciones para la toma de decisiones.

La realidad, esa terca realidad, ha llevado a los paradigmas económicos a profundas crisis donde se cuestiona su pertinencia y viabilidad. La economía es consecuencia de los cambios y las disrupciones. Nunca puede ser determinista, con una verdad absoluta, pero a la vez con la claridad de que cada medida económica tomada generará efectos secundarios llamadas externalidades.

Hoy vemos cómo el énfasis puesto en el crecimiento económico, en la producción y el consumo, como supuestos del bienestar de la sociedad, nos están llevado a fenómenos de hacinamiento de viviendas y vehículos en las zonas metropolitanas con el costo en la calidad de vida, a la vez que el cambio climático y la escasez de agua se hacen cada vez más evidentes. La fascinación por la economía es que a cada propuesta de solución se presenta un nuevo problema.

Mientras Adam Smith diagnosticaba las vías para la generación de riqueza en la nueva economía industrial, sus citados colegas sostenían graves y ominosas predicciones para el futuro económico de la sociedad. Para David Ricardo nos aguardaba el estancamiento económico, dicho en sus palabras: el “Estado Estacionario”; y para Robert Malthus la pobreza, las enfermedades y la guerra, debido al crecimiento desmedido de la población.

En el siglo 19 la economía marxista criticaba al sistema económico capitalista, vislumbraba su destrucción y proponía una nueva forma de organización económica de la sociedad por medio de la propiedad colectiva de los medios de producción. El llamado “socialismo científico” derivó en un rotundo fracaso. La implosión de la Unión Soviética y la desintegración de las economías centralmente planificadas de Europa del Este pusieron fin a una quimera. Jamás llegó el “hombre nuevo” alejado de los deseos de acumulación privada, sin motivaciones por la posesión de propiedad y solidario con su trabajo en el bienestar de su nación y de sus semejantes.

La Gran Depresión de 1929 hizo añicos los sueños y abstracciones de los economistas neoclásicos. Los nuevos clásicos apostaban por una economía en equilibrio donde la suma de intereses individuales promovería el bienestar social. Un mundo donde la oferta sería igual a la demanda, donde el precio nos pondría a todos de acuerdo y el Estado tendría un papel residual en el sistema de libre mercado. El equilibrio entre oferta y demanda nunca se presentó, la autorregulación del mercado solo existió en los libros de texto y se abrió paso a una nueva revolución del pensamiento económico: La revolución keynesiana.

Con sus ideas, Keynes promovió la fase de prosperidad económica más alto en la historia de la humanidad y, partir de la segunda guerra mundial, el Estado de Bienestar. La crisis fiscal y la inflación golpearon su credibilidad y consenso, abriendo el espacio a nuevas corrientes económicas. Hoy se percibe que a pesar de un creciente bienestar material, existe insatisfacción y un deterioro del bienestar subjetivo de las personas. Nuevos retos para la ciencia económica.

 

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