Si el Derecho va a determinar que las obras hechas o asistidas con IA son obras de arte y decide protegerlas, ¿quiénes serían los críticos de arte? ¿ingenieros industriales, especialistas en diseño, en robótica, desarrolladores de IA? Lo lamentable es que el arte podría ya no depender de lo estético, sino de la sociología del diseño, del marketing y de resoluciones judiciales.
Por Carlos A. Lara González
@Reprocultura
Ahora que el Derecho está redefiniendo al arte y la Biología al Derecho, me viene a la mente uno de los trabajos más ilustrativos de Carlos Elías, profesor de la Universidad Carlos III de Madrid, titulado: El Selfie de Galileo. Software social, político e intelectual del siglo XI (Península). En él señala, y razón le dan los hechos, que la música es el arte que más ha transformado la informática.
En efecto, herramientas de composición y arreglo asistido como MuseNet, OpenAI’s y Google’s Magenta dan fe de ello. Lo mismo ocurre en la industria editorial y en la industria del arte. En este último existe un nicho de mercado que renta obras a domicilio, evitando con ello la experiencia de los museos y las galerías. Esta domiciliación del arte que va de la venta a la renta cambia su valor, su precio y su aprecio. Estamos ante el estado digital del arte donde la experiencia de las audiencias es ya a través de portales y pantallas digitales. Es decir, a partir de un consumo tercerizado.
Es en este tránsito que los IArtistas suelen encontrar cabida como agentes mediáticos en busca de lo instagrameable para satisfacer una demanda audiovisual que es, al mismo tiempo, un atajo creativo. Es lamentable ver a muchos de ellos dedicarse más a hacerse famosos que a crear arte, gobernados por esa insoportable tendencia de ser los primeros X en hacer Y.
Fuera de estas tendencias, sigo creyendo que el arte y la cultura están aún dentro de los valores predigitales de conexión. Es decir, por más que un empresario (por cierto, del terreno de las criptomonedas) haya comprado y se haya comido la polémica banana Maurizio Cattelan, intentando con ello dar un risco al risco, y por más que los algoritmos de decenas de aplicaciones como Midjourney intentan redefinir los procesos creativos del arte y la cultura en los tribunales de la propiedad intelectual, el arte cuenta aún con un gran público que hace uso de la apreciación estética tradicional dentro las instituciones museísticas.
Y es que es natural (nunca mejor dicho) que la cultura, al ser un ámbito estrechamente ligado a la agricultura, entendida como el cultivo de lo que nos ha dado la naturaleza, mantenga una distancia con la tecnología, con los algoritmos y con la Inteligencia Artificial que no provienen de la naturaleza, no de forma directa y donde el resultado final de estas creaciones asistidas no dejan de ser un producto tercerizado. Subrogado. Es decir, una cosa es el arte figurativo, donde la mente y las manos desempeñaban un papel determinante en la creación, y otra muy distinta los procesos donde las manos son ya extensiones de las máquinas y donde la creación es, por lo menos, cuestionable.
Hay museos que sin renunciar a los cánones de la institución museística han sabido reinventarse recurriendo, por ejemplo, a la subasta de experiencias. Es el caso del Museo de Louvre que, en coordinación con las casas de subasta Christie’s y Drouot, realizaron en pandemia las subastas y la gestión correspondiente de experiencias, como esa de estar a solas con la Gioconda, que logró reunir 90 mil euros.
Dentro de este universo de experiencias, está la de presenciar cómo descuelgan este que es uno de los cuadros más famosos del mundo para examinarlo y restaurarlo si fuera necesario. Un millonario pagó 80 mil euros para estar en un vis a vis artístico con la Mona Lisa; viéndola a los ojos, sin el reflejo del cristal protector ni el bullicio de los visitantes. Con un acompañante y junto a Jean-Luc Martinez, presidente y director del museo. En ese sentido, las obras de arte aún son reconocidas con declaratorias patrimoniales atendiendo al Valor Artístico Relevante que abrazan y al hecho de haberse incrustado en alguna corriente artística. Es ahí donde radica su trascendencia.
Las grandes obras que pueblan los museos fueron el resultado de la simbiosis de sus creadores con la naturaleza, en tanto que las obras de arte digital o asistidas con IA son el resultado de la simbiosis de sus creadores con la tecnología.
Si la cultura era convertir un hecho en un derecho y no tanto esa ciega mecánica animal de conseguir comida si se tenía hambre o a parearse si tocaba, como bien ha sostenido José Antonio Marina en “Las culturas fracasadas, el talento y la estupidez de las sociedades” (Anagrama), es porque hablábamos de un contexto humano, de un tiempo y un espacio antropológicos y de hechos profundamente humanos. Sin embargo, hoy que el tiempo depende de la tecnología debido a que ya no tenemos un tiempo antropológico, que los comportamientos humanos provienen más de nuestras neuronas y de nuestras hormonas y ya no tanto del razonamiento natural del ser, el futuro del derecho parece ir más por el sendero de la biología, como bien apunta Gerardo Laveaga en “Leyes, neuronas y hormonas” (Taurus).
Luego de estudiar a profundidad lo neuro como un prefijo que nos define, Laveaga observa que las conductas humanas ya no responden a normas punitivas y que, por el contrario, las neurociencias nos vienen mostrando que somos una especie de máquinas biológicas y que nuestras conductas están determinadas por procesos bioquímicos y estructuras genéticas que pueden alterarse de acuerdo con el medio ambiente. Es la razón por la cual sostiene que en la actualidad respondemos más a nuestras neuronas y a nuestras hormonas que a las leyes.
En este contexto en el que el arte parece depender del Derecho y el Derecho de la Biología, nos encaminamos hacia un Constitucionalismo Digital, así denominado por el maestro Jorge Fernando Negrete. Un nuevo marco para los neuroderechos humanos en el que los estados habrán de regular, espero que, con un gran sentido humano y guiados por los valores predigitales de conexión, los desafíos del nuevo mundo que plantea esta segunda década del tercer milenio.
OpenAI’s y Google’s Magenta dan fe de ello.
Y es que la aparición de la Inteligencia Artificial, así como la emergencia de los IArtistas y algunos avezados diseñadores, han intentado replantear el concepto de creación y el de originalidad, argumentando el tiempo empleado en los procesos de creación, lo meticulosa y deliberada que puede llegar a ser la intervención humana y la ayuda de la IA.
Sin embargo, según los criterios jurídicos vigentes sigue habiendo una falta de control directo sobre la generación y el desarrollo del proceso y resultados finales de las obras creadas o asistidas con IA. Ni las instrucciones por sí solas constituyen autoría alguna en la obra resultante, ni los prompts son hasta ahora actos creativos protegibles.
Ahora bien, todo indica que puede ser cuestión de tiempo para que los tribunales comiencen a considerar el control humano en una obra y los niveles de intervención de la IA en los procesos creativos. Es solo esperar a que puedan distinguir con cierta precisión la asistencia de la generación de contenido autónomo en el proceso final de lo creado. Ahora bien, esto es todo menos algo sencillo, pues se trata de apreciar y distinguir los tramos de competencia y participación de las musas que inspiran al artista y el de los algoritmos y la Inteligencia Artificial.
La legislación vigente establece que el único que puede determinar si una obra es original o no, es el artista a través de la entrega del certificado de autenticidad o, bien, de su palabra. Muerto el artista se recurre al expertizaje de los especialistas en la obra del artista. Eso en el modelo tradicional de autenticidad que busca determinar la originalidad de una obra. Pero la aparición de la Inteligencia Artificial nos lleva más atrás, a replantearnos si una obra fue realizada por el artista mismo que la firma o fue asistido o bien reemplazado por la IA. Muchos recurren al sobado ejemplo de la fotografía argumentando que es una creación mecánica. A ellos les he respondido que el ejemplo no aplica por el hecho de que la intervención humana está presente desde el manejo de la luz a través del obturador, la construcción de una perspectiva, la determinación de un color, el proceso de revelado y todos los elementos del arte figurativo que da el conocimiento y la experiencia de un determinado oficio, en este caso, el de fotógrafo.
No es gratuito que la fotografía haya tardado cincuenta años en ser reconocida como arte. Otra cosa es solicitar todo lo anterior y obtenerlo de forma asistida. Aquí la creación tiene un punto de partida distinto. Sin embargo, no perdamos de vista lo que está ocurriendo en Reino Unido, que es quien más se ha aproximado al reconocimiento de la IA en los procesos creativos protegibles, mediante la admisión de las obras generadas por computadora en su Ley de Derechos de Autor, Diseños y Patentes. En ella establece una categoría especial de creación protegible a la creada sin autor humano directo. Prevé además un marco específico para el reconocimiento de la persona que haya hecho los arreglos para dicha creación.
En síntesis. Si el derecho es quien va a determinar que las obras hechas o asistidas con IA son obras de arte y decide protegerlas, ¿Qué haremos entonces con la Arsología (la filofosía y la estética del arte)? En ese nuevo marco, ¿Quiénes serían los críticos de arte? ¿ingenieros industriales, especialistas en diseño, en robótica; desarrolladores de IA y Machine Learning?¿Qué hacemos con los críticos del arte y los especialistas en filosofía del arte y qué con los especialistas que emiten expertizajes? ¿Podrían por lo menos aspirar a ser peritos especializados en los tribunales? Lo lamentable de esta judicialización del arte generada por la IA, es que el arte podría ya no depender de lo estético, sino de la sociología del diseño, del marketing y de resoluciones judiciales. Más ahora que las neurociencias nos dicen que el ser humano no es solo un ser racional, como afirmaban Platón y Aristóteles, sino un ser altamente emocional.
En lo personal, no creo que la IA tenga el potencial de redefinir las fronteras entre las disciplinas artísticas. Antes bien, considero que tiene el potencial de sustraer el valor real de la creación humana mediante una suerte de reduflación artística con cargo al consumidor cultural. Dicho potencial acelera la decadencia de los códigos del saber culto, así como de la filosofía y la estética del arte.