El tratado de paz y amistad entre ambas naciones hacía votos por una amistad sin rencores.
Por Alfredo Arnold
México le arrebató a España una buena parte del territorio que la corona había descubierto y conquistado tres siglos atrás. Gran Bretaña era dueña Estados Unidos, Portugal era amo de Brasil, Canadá fue colonia francesa hasta 1763, Cuba era española… lo mismo ocurría con territorios africanos y asiáticos. Las potencias se expandían y eso se consideraba normal. España misma estuvo ocho siglos bajo el poder musulmán.
El mundo fue cambiando y surgieron nuevas naciones independientes; México se quitó el dominio de tres siglos de España, que a su vez había conquistado diferentes pueblos indígenas, no sólo aztecas; unos los tomó por la paz y a otros les hizo la guerra.
De ambos lados, el mexicano y el español, existían rencores; rencores que el tiemplo aplacó. El mundo, como lo conocemos hoy, no podría existir si todos los países estuvieran enojados entre sí por agravios del pasado. ¿Se imagina usted a las actuales Francia e Inglaterra furiosas contra Alemania a causa de Hitler? ¿O a Estados Unidos y Japón, por el ataque a Pearl Harbor y la bomba atómica?
España no reconoció los Tratados de Córdoba firmados por Iturbide (mexicano) y O’Donojú (español). Tampoco aceptó la independencia de México. En 1829 envió una expedición a cargo de Isidro Barradas para reconquistar la colonia, pero fue derrotado por López de Santa Anna y a partir de entonces México se liberó absolutamente de la tutela de la corona.
Quedaban muchos agravios entre las dos naciones, pero también había muchas cosas en común –religión, idioma, cultura, relaciones familiares, comercio, etcétera– de tal manera que unos años después ambas decidieron restañar las heridas y normalizar sus relaciones.
El 28 de diciembre de 1836 se firmó el tratado definitivo de Paz y Amistad entre la República Mexicana y la Reina de España, en el que se reconocía a México como nación libre, soberana e independiente. El presidente interino de México en aquel tiempo era José Justo Corro, tapatío por cierto y la Reina Gobernadora de España era María Cristina de Borbón.
El tratado, firmado en Madrid y en México, dice en su breve exposición de motivos que, “deseando vivamente poner término al estado de incomunicación y desavenencia que existió entre los dos Gobiernos y los ciudadanos y súbditos del otro país, y olvidar para siempre las pasadas diferencias y disecciones por las cuales desgraciadamente han estado tanto tiempo interrumpidas la relaciones de amistad y buena armonía entre ambos pueblos, aunque llamados naturalmente a llamarse como hermanos por sus antiguos vínculos de unión, de identidad de origen, y de recíprocos intereses; han resuelto, en beneficio mutuo, restablecer y asegurar permanentemente dichas relaciones por medio de un Tratado definitivo de paz y amistad sincera”.
No es un documento largo; consta de sólo ocho artículos, a los que se añadieron posteriormente dos o tres más.
El Artículo II es esencial, dice textualmente: “Habrá total olvido de lo pasado y una amistad general y completa para todos los Mexicanos y Españoles, sin excepción alguna, que puedan hallarse expulsados, ausentes, desterrados, ocultos, o que por acaso estuvieren presos o coordinados sin conocimiento de los Gobiernos respectivos, cualquiera que sea el partido que hubiesen seguido durante las guerras y disensiones felizmente terminadas por el presente Tratado”, y concluye calificando el documento como una “prueba del deseo que la anima (a la reina) de que se cimienten sobre principios de justicia y beneficie la estrecha amistad, paz y unión que desde ahora en adelante, y para siempre, han de conservarse entre Sus Súbditos y los Ciudadanos de la República Mexicana”.
Subrayamos dos elementos: “Habrá total olvido de lo pasado” y el deseo de justicia, amistad, paz y unión que “desde ahora en adelante, y para siempre, han de conservarse…”
Olvidar el pasado, qué cosa tan extraordinaria cuando ocurre entre enemigos. No se trataba solamente de mirar hacia la prosperidad futura, sino de borrar el sentimiento de odio mutuo porque yo te quité la Nueva España o porque tú me destruiste Tenochtitlán.
Por lo visto, ese espíritu fue ignorado durante la pasada transmisión del Poder Ejecutivo federal mexicano, pues no se invitó al jefe de Estado español sólo para cumplir un capricho del mandatario saliente: “Que nos pidan perdón por las atrocidades de la conquista”.
¿Atrocidades?… Cuando los españoles iniciaron sus expediciones a la península de Yucatán (1517) encontraron pueblos originarios que practicaban habitualmente los sacrificios humanos, la antropofagia, la sodomía, la esclavitud, la guerra y otras aberraciones. Nada para presumir o conservar, pero de eso hablaremos en otra ocasión.