Por Javier Jaramillo
Politólogo
El tema del Senador Adán Augusto ocupa innumerables espacios y planas de los medios de comunicación. Desde diversas perspectivas se ha venido abordando el tema. En el marco de la libertad de expresión quiero referirme al tema de la siguiente manera.
Por favor imaginen una investigación normal con un implicado, vinculado a delitos graves, como los que aparentemente cometió el secretario de Seguridad Pública en el Sexenio de Adán Augusto como gobernador de Tabasco, el señor Hernán Bermúdez Requena. Ahora ya ha capturado, me imagino un interrogatorio de la autoridad y posiblemente en la lógica del mismo sí ofrecerían a cualquier ciudadano lo siguiente: ¡Sí nos dice quién está arriba de usted, seremos flexibles con su condena ¡; Más puedo pensar después de observar el comportamiento del propio gobierno, que le ofrecieron a Hernán Bermúdez, ¡y sí no nos dice quién está arriba de usted, seremos flexibles con su condena!
Así lo pienso, tal como lo escribo, la complicidad en este y en muchos otros asuntos de justicia, corrupción e impunidad cuentan con una protección silenciosa de muchas de las autoridades de nuestro país. Por eso hoy más que nunca recurro a la conseja una pequeña parte de las palabras o discurso expresado por él Tabasqueño, Lic Carlos Alberto Madrazo Becerra, en la Universidad de Puebla en el Salón Barroco el 19 de agosto de 1967. El texto dice lo siguiente.
Recordad siempre la recomendación de Don Quijote al flamante Gobernador de la Ínsula Barataria: “Has de cuidar Sancho amigo, que nunca el peso de la dádiva pueda inclinar la vara de la justicia”.
“El hombre de verdad aspira a ser justo, aspira a mantenerse en el fiel de la balanza en todas las pasiones. Porque creo que entraña para ustedes jóvenes amigos una madura enseñanza; Quiero recordarles aquel precioso ensayo de Leopoldo Lugones sobre el espíritu de la Justicia. Dice así:
Un Rey justo que estaba en trance de morir sin herederos, decidió legar su reino al más justo de sus súbditos, con cuyo fin hizo llamar a todos los hombres de sus dominios para examinarlos. Pero es éste un bien tan difícil de encontrar sobre la tierra, que los días y los súbditos pasaban sin que el rey hallase al heredero de su reino. Persistía, no obstante, en ello; pues, ¿cuál bien semejante al de un justo mandatario podía aquel monarca llegar a los hombres?
Al final de la ardua selección quedaron tres candidatos apenas. Dos que habían hablado bien, y uno que no había hablado. Porque el rey respetaba la discreción, que como una mina preciosa suele encerrar el oro de la cordura. Y la cordura, decía el rey, es una forma de justicia.
Cuántos habían hablado del asunto con el rey. Todos decían ser justos; pero no eran sino vanidosos que se admiraban. Pretendían que la justicia consistiera en un acomodo del mundo a sus conceptos.
Por último, vino el primero de los tres que restaban y solicitado para que hiciera un resumen de sus ideas, dijo: —Señor —he sido juez—. Apliqué la ley con inflexibilidad y sin pasiones. Creyendo que encerraba la sabiduría de vuestra majestad y de su pueblo, constituirse en instrumento vuestro. No he faltado una sola vez a la ley. Mi concepto de la justicia es la aplicación estricta de la ley, sin una debilidad, sin una pasión.
Y el rey dijo: —Es claro tu concepto de la justicia.
Habló entonces el segundo:
—Señor, he sido pobre y rico. En todo tiempo hice el bien a los amigos como a los adversarios. A los que labraron mi fortuna como a los que consumaron mi ruina. Pude causar daño a mis amigos y les hice favores. Domé mis impulsos de venganza en bien de todos. Para mí la justicia consiste en hacer el bien a aquellos cuyo mal nos complacería. Justo es aquel que domina su egoísmo. Y el rey sentenció: —Firme es tu concepto de la justicia.
El tercer hombre, el silencioso, dijo:
Señor, yo no tengo conceptos. Pero he aquí lo que me sucedió una vez. Yendo camino del hospital, llegué a una población donde tenía un conocido. Estando fatigado, hambriento, pedí albergue y me lo negó. Cuando llegué al hospital encontré otro conocido que salía ya dado de alta. Llevaba como bagaje dos mudas de ropa y le dije:
—Tú que estás sano ya, hallarás trabajo. Yo estoy enfermo y no tengo sino estos harapos. Haz el favor de darme uno de tus trajes. Y él convino en ello. Años después, aquellos dos hombres fueron condenados al ostracismo por un consejo de guerra. Yo mandaba en jefe y podía acordarse el indulto que ambos me pidieron por conducto de sus familias y de mis amigos. Dejé cumplirse la sentencia del que me negó albergue y agradecí al otro. Eso es todo.
Entonces el rey tendió su mano al narrador. Un rayo de alegría hermoseó sus barbas ancianas. Y volviéndose hacia los ministros congregados, dictaminó: —He aquí al hombre justo. Sólo quienes admiten la derrota pueden ser derrotados.
Concuerdo con Montaigne: “La escasez de medios es posible corregirla; la pobreza del alma no”. Cuidemos, nuestros pasos; vigilemos nuestra conducta diaria. Los pueblos no mueren por débiles sino por viles. En la vida es preciso conjugar la conducta con la idea; de lo contrario se cae en el zigzagueo de la prevaricación. Bien predica quien bien vive, dirá Sancho a Don Quijote, cuando éste lo felicita por sus palabras en las Bodas de Camacho.
La lucha por la vida es feroz. En ella hay sólo sobrevivientes, pero a pesar de ello no pierdan nunca su sentido de humanidad. Sean sembradores y no cosecheros de los esfuerzos ajenos.
Recordad siempre la recomendación de Don Quijote al flamante Gobernador de la Ínsula Barataria:
“Has de cuidar Sancho amigo, que nunca el peso de la dádiva pueda inclinar la vara de la justicia”.