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¿Consumimos para cuidarnos… o para pertenecer?

Por Flor González

Antropóloga, Universitat de Barcelona

En redes sociales, el bienestar lo es todo. Cuidarse es tendencia: comer saludable, tomar agua, hacer ejercicio, meditar, consumir ecológico. La promesa es sencilla: si haces lo correcto, vivirás mejor. Pseudo coaches, influencers y campañas corporativas se suman al coro. Pero, ¿de dónde viene esa idea de que todo depende solo de nosotros? Durante mi investigación etnográfica con familias en Barcelona, observé cómo el discurso del bienestar y lo sustentable —reforzado por marcas y gobiernos— coloca el peso del bienestar en la esfera individual, sin considerar las condiciones sociales, económicas o emocionales que lo hacen posible.

Esta opinión no surge únicamente de percepciones personales ni de lo que circula en redes. Forma parte de una investigación de campo en la que pude ver cómo estos discursos se filtran a la vida cotidiana. No como una elección libre, sino como una expectativa constante. Lo que parece una decisión de consumo, muchas veces esconde tensiones, culpas o renuncias. Cuidarse, en muchos casos, no es una posibilidad o deseo: es una presión social.

Porque el problema no es querer vivir mejor. El problema es que las marcas e instituciones nos venden el bienestar como si fuera únicamente una decisión individual, cuando en realidad son ellos quienes tienen los medios, el poder y la responsabilidad de facilitar esas elecciones. No basta con campañas emocionales y más productos ecológicos: hacen falta accesibilidad, políticas públicas reales y más honestidad. El cuidado y la ecología no deberían ser un lujo ni una prueba de mérito.

¿Consumimos saludable porque nos sentimos responsables de nuestro cuerpo? ¿O porque no hacerlo nos haría sentir fuera de lugar? ¿Compramos ecológico por convicción? ¿O por miedo a ser señaladas como quienes no entendieron cómo se debe vivir hoy?

Artista: ME LATA, 2022, Barcelona, España. Técnica:
Latas recicladas pintadas a mano con pincel y aerosol.

Uno de los hallazgos que más me marcó fue comprobar cómo el discurso de bienestar, presentado como neutro y positivo, puede convertirse en una forma de control moral y exclusión simbólica. Especialmente hacia los cuerpos de las mujeres, donde el autocuidado ya no es deseo, sino deber. Donde no solo se espera que una se cuide, sino que lo haga con conciencia, estética y constancia. El resultado es una violencia suave, que no se nombra pero que organiza la autoexigencia y la culpa.

Tina, una de las mujeres que entrevisté, atravesaba un cáncer metastásico. Me habló de la culpa que sentía: por no haber comido más sano, por no haber cuidado su cuerpo. Como si su enfermedad fuera consecuencia directa de sus excesos de consumo. Aunque cada historia es única, este tipo de relatos se repite más de lo que imaginamos. Muchas personas experimentan una forma de malestar silencioso, la sensación de que si algo va mal en su salud o en su vida, es porque no hicieron lo suficiente. Esa es una de las paradojas del discurso del bienestar, puesto que en lugar de ofrecer alivio o contención, puede reforzar la autoexigencia y la culpa. Por eso, necesitamos reflexionar sobre las condiciones reales que muchas veces dificultan el cuidado cotidiano.

A poco más de cinco años de la pandemia, conviene mirar con claridad el discurso del bienestar que se ha instalado como respuesta automática a las crisis. Ya no es solo una tendencia; es una narrativa que moldea políticas, hábitos y hasta emociones. En Guadalajara, por ejemplo, ya se proyecta un futuro con visión al 2050 centrado en el bienestar. Pero ¿qué entendemos por bienestar cuando dejamos fuera las condiciones materiales, los contextos desiguales o los cuidados compartidos?

Aspirar a vivir mejor no es el problema. El problema surge cuando el bienestar se vuelve un ideal abstracto, y una expectativa constante que no contempla los límites concretos de cada persona. Especialmente cuando se presenta como un objetivo individual, desvinculado de lo colectivo.

Hablar de bienestar y sustentabilidad no debe reducirse a estilos de vida. Implica hablar de acceso, de tiempo, de recursos económicos, y la posibilidad real de elegir. La construcción del bienestar no puede únicamente justificar nuestros deseos, sino que debe aspirar a ser un proyecto colectivo que no sea antropocéntrico.

Tal vez se trata de eso: de imaginar un bienestar que no agote ni excluya a la naturaleza. Que no culpabilicé al otro. Un bienestar que, más que imponerse como modelo, se pregunte por las condiciones necesarias para que todos logremos cuidarnos y estar bien.

 

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