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La Glosa: El ritual político que se dejó de escuchar

Por Carlos E. Martínez Villaseñor

Abogado

La glosa no siempre fue este ejercicio tibio, casi automático, que hoy vemos desfilar en el Congreso de Jalisco. Hubo un tiempo en que representaba tensión política real, choques de discurso, debates de fondo y momentos incómodos para los gobiernos. Un tiempo en el que los secretarios sudaban, los diputados se preparaban y la sociedad seguía la conversación porque realmente había algo en juego. Hoy, en cambio, la glosa se ha convertido en una ceremonia que todos cumplen, pero de la que casi nadie espera algo.

Para entender en qué se transformó, conviene revisar su evolución a través de las últimas cuatro administraciones estatales.

Durante el gobierno de Emilio González Márquez, la glosa era un campo de batalla. Los años del “TequilaGate”, las tensiones con colectivos, los señalamientos sobre gasto social y las fricciones con la oposición ponían el ejercicio en el centro del debate público. El Congreso era un espacio de confrontación política y la glosa funcionaba como un verdadero mecanismo de presión. Allí sí había vigilancia, incomodidad y escrutinio.

Con Aristóteles Sandoval, la glosa adoptó un carácter más mediático. Se profesionalizó la comunicación, se cuidó cada palabra, se blindaron áreas polémicas y se buscó proyectar estabilidad. Sin dejar de ser tensas, las comparecencias se volvieron más estilizadas: discursos medidos, respuestas calculadas y una narrativa institucional muy cuidada. El PRI apostó por convertir el proceso en una extensión del informe. La glosa no desapareció, pero perdió espontaneidad y capacidad de confrontación. La ciudadanía comenzó a desconectarse.

Con Enrique Alfaro, el ejercicio cambió una vez más. Bajo un estilo vertical y confrontativo, las comparecencias se volvieron más densas, más técnicas y menos accesibles. El gabinete llegaba con montañas de datos y explicaciones largas que, si bien buscaban precisión, terminaban alejando al público. La glosa dejó de ser un espacio ciudadano y se convirtió en un duelo entre operadores, especialistas y opositores. Si no estabas dentro del sistema, era difícil seguir la conversación. La sociedad seguía ausente.

Hoy, con Pablo Lemus, la glosa enfrenta quizá su mayor reto: recuperar el sentido de un ejercicio que nació para vigilar al poder, no para justificarlo. El Congreso recibe secretarios y directores, sí; se hacen preguntas, sí; se repasan cifras, programas y obras. Pero el ciudadano —el que vive la falta de agua, la inseguridad, los problemas de movilidad, la saturación hospitalaria o la inflación— simplemente no está ahí. El ejercicio ocurre sin que la sociedad intervenga, cuestione o se apropie del espacio que originalmente fue diseñado para ella.

La glosa, en teoría, convoca a titulares de dependencias, organismos autónomos, académicos y expertos de cada área. Pero en la práctica participan siempre los mismos: funcionarios que llegan con discursos previamente afinados y diputados que preguntan desde la lógica partidista, no desde la lógica ciudadana.

No es un mecanismo de comunicación pública; es una dinámica interna del sistema político. La figura de la glosa tiene raíces en la Constitución de 1917, inspirada en la necesidad de limitar al Ejecutivo y garantizar que el Congreso pudiera revisar su desempeño. Sin embargo, su uso riguroso llegó hasta finales del siglo XX, cuando el país empezó a vivir congresos plurales. La glosa surgió como un contrapeso, una herramienta de fiscalización seria. Pero con el paso del tiempo, la técnica, la forma y el cálculo político se comieron al fondo.

 

¿Qué ha cambiado desde su origen?

Primero, el lenguaje. La glosa se volvió técnica, fría, difícil de seguir.

Segundo, la audiencia. La sociedad dejó de estar involucrada; el ejercicio quedó atrapado entre funcionarios y legisladores.

Tercero, las consecuencias. Antes, una mala comparecencia podía dañar una carrera política; hoy, casi nadie se entera de lo que ocurre ahí dentro.

¿Tiene impacto ante la sociedad? Muy poco. La ciudadanía no sigue la glosa, no se siente parte, no encuentra utilidad directa en lo que ahí se discute. En el mejor de los casos, la gente se entera por una nota breve o por algún momento polémico que circule en redes. El resto se pierde en documentos extensos, transmisiones interminables y boletines que nadie lee.

¿A quién beneficia entonces? En teoría, al ciudadano. En la práctica, al gobierno, que cumple con el trámite, y a los partidos, que aprovechan para posicionarse. Pero difícilmente beneficia al ciudadano que vive los problemas reales del estado y que espera respuestas claras y acciones concretas.

 

¿Qué hemos aprendido entonces de este ejercicio?

Que la glosa ya no basta. Que la rendición de cuentas no puede depender de un solo evento anual. Que revisar un informe no significa necesariamente fiscalizar a un gobierno. Y que, sin participación social real, cualquier mecanismo democrático pierde fuerza y legitimidad.

La pregunta de fondo es simple: ¿puede la glosa recuperar su sentido? La respuesta es sí, pero requiere valentía institucional. Hace falta modernizarla, abrirla a la sociedad, permitir mecanismos de participación directa, incluir observatorios ciudadanos, mesas con especialistas independientes y plataformas donde la gente pueda exigir respuestas específicas. La glosa debe dejar de ser un ritual interno para convertirse en un ejercicio vivo, útil, cercano.

La glosa no está muerta. Pero sí está lejos de cumplir su propósito original. Su reto es recuperar la esencia: vigilar al poder en nombre de quienes no tienen voz en el pleno. Mientras el poder se siga hablando a sí mismo, la sociedad seguirá perdiendo. Y Jalisco no está para liturgias: está para soluciones.

 

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