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El precio de estar conectados; La Nueva Guerra Fría en tu pantalla

Por Simón Madrigal

Internacionalista y analista político.

La libertad digital tiene dueño. Mientras millones comparten su vida en redes, gobiernos y corporaciones libran una guerra silenciosa por su información. En la nueva era, la privacidad es la primera baja.

Vivimos en una época donde el ciudadano promedio dedica más tiempo a deslizar el dedo sobre una pantalla que a mirar el horizonte. Lo que antes era una plaza pública ahora es una aplicación. Y en ese nuevo territorio —sin fronteras físicas pero con fronteras digitales cada vez más estrictas— se libra una de las batallas geopolíticas más silenciosas pero más decisivas del siglo XXI: la guerra por los datos.

Las redes sociales nacieron como promesa de libertad: el sueño libertario de un mundo interconectado. Facebook unió familias, Instagram estetizó la vida cotidiana, X (antes Twitter) prometió democratizar la opinión, y WhatsApp eliminó la distancia entre los continentes.
Pero ese sueño se volvió negocio, y el negocio, poder.

 

De “conectarnos” a vendernos

Nos dijeron que las redes sociales eran la revolución de la libertad, pero lo que no dijeron es que esa libertad venía con precio. Desde el momento en que descargamos una aplicación, firmamos —sin leerlo, sin entenderlo— un contrato de rendición digital. Cedemos permisos para que la app acceda a nuestro micrófono, cámara, contactos, fotos, archivos, ubicación y, en algunos casos, hasta a lo que decimos cuando el teléfono está “apagado”. Y lo hacemos con un clic, creyendo que aceptamos los “términos y condiciones”, cuando en realidad aceptamos entregar nuestra vida entera al algoritmo.

Cada “like” se convierte en una huella, cada fotografía en un expediente, cada mensaje en un patrón de consumo. No usamos las redes sociales; ellas nos usan a nosotros. Pagamos con el oro del siglo XXI: nuestros datos. Y esos datos, más que un bien comercial, son la materia prima de un nuevo orden global donde quien controla la información controla el pensamiento, la economía y la política.

Facebook ya no solo sabe cuándo dormimos o con quién hablamos; sabe qué nos indigna, qué nos emociona, qué nos divide. Instagram es el espejo que impone ideales imposibles para mantenernos comprando. X se ha vuelto un laboratorio de manipulación colectiva, donde la opinión pública se diseña, se ajusta y se vende. Y WhatsApp, la conversación más íntima de millones, es también un canal que alimenta el gran cerebro de la publicidad, el espionaje y la influencia.

El verdadero dilema no es tecnológico, sino moral y político. No se trata de quién tiene nuestros datos, sino quién puede usarlos para moldear nuestra percepción del mundo y a conveniencia de quién. Las redes no nos conectan: nos vigilan. Y en esa vigilancia disfrazada de libertad, entregamos sin resistencia lo que más vale en la era moderna: nuestra voluntad.

 

Estados Unidos: del laissez-faire al miedo digital

Durante décadas, Estados Unidos predicó el evangelio del libre mercado digital. Silicon Valley fue la Meca de la innovación, y la bandera de la libertad tecnológica ondeó orgullosa. Hasta que apareció TikTok, el invitado incómodo.

En apariencia, TikTok es una plataforma inofensiva: bailes, retos, humor, recetas. Pero detrás de cada video existe una red de recopilación de datos gestionada por ByteDance, una empresa con sede en Pekín y vínculos difusos con el gobierno chino. Y ahí radica el dilema: ¿puede Estados Unidos permitir que una potencia rival tenga acceso a los datos, rostros y hábitos de más de 170 millones de estadounidenses?

El Congreso dice que no. Pero el debate va más allá de la seguridad nacional: es un espejo del doble discurso de Occidente. Porque si el problema fuera solo la privacidad, Facebook, Google o Amazon estarían bajo el mismo nivel de escrutinio.

Lo que en realidad está en juego no solo es la información, sino la hegemonía digital del siglo XXI.

 

China, el espejo que incomoda

China entendió hace años lo que Occidente aún discute: que la información es poder soberano. El gobierno chino controla estrictamente las plataformas locales (WeChat, Weibo, Douyin) y veta la mayoría de las extranjeras. En cambio, Occidente abrió sus puertas a todas, sin prever que el libre flujo de datos podía convertirse en una forma de penetración estratégica.

TikTok no necesita soldados ni bases militares. Sus armas son los algoritmos, su territorio es la mente de los jóvenes, y su ejército son los creadores de contenido.

No se trata de paranoia: los algoritmos pueden moldear tendencias, alterar percepciones y, en última instancia, influir en elecciones. No hace falta propaganda si controlas la atención colectiva.

 

El dato como nueva soberanía

En este siglo, los datos son el petróleo, y las plataformas, sus oleoductos. Pero a diferencia del petróleo, los datos no se agotan; se multiplican. Y quien controla su flujo tiene el poder de predecir, condicionar o incluso fabricar comportamientos.

EE.UU. teme que China no solo acumule información de sus ciudadanos, sino que pueda usarla para fines geopolíticos, comerciales o incluso psicológicos. Por eso la Casa Blanca ha presionado a ByteDance para vender TikTok a una empresa estadounidense o, de lo contrario, enfrentar la prohibición.

Es un dilema con sabor a Guerra Fría, pero con nuevas armas: ya no se espía desde satélites, sino desde selfies.

El futuro de la democracia no se definirá en urnas, sino en pantallas. La libertad no será de expresión, sino de percepción. Y la independencia, esa palabra tan mexicana y tan universal, ahora depende de algo tan intangible como un dato.

México y Latinoamérica: el vacío regulatorio

Mientras tanto, en México y buena parte de América Latina, el debate apenas asoma. Aquí el usuario comparte alegremente su ubicación, su rostro, sus opiniones políticas y hasta sus documentos personales sin cuestionar a quién llegan o para qué se usan.

El gobierno mexicano, por su parte, no ha construido una política seria de ciberseguridad nacional. Las leyes de protección de datos son obsoletas, la ciberdefensa es mínima y las campañas de educación digital son inexistentes. En un país donde el crimen organizado tiene más recursos tecnológicos que algunas instituciones públicas, la vulnerabilidad es alarmante.

El ciudadano mexicano promedio teme ser asaltado en la calle, pero no percibe que ya fue asaltado digitalmente.

 

El poder blando del algoritmo

No hace falta censura si el algoritmo decide qué vemos, qué compramos o qué creemos. El nuevo totalitarismo no necesita cárceles, sino pantallas. Y lo más inquietante es que lo aceptamos voluntariamente.

En Estados Unidos, el debate sobre TikTok expone una contradicción moral: el país que defendió la libertad de expresión ahora busca limitar una plataforma extranjera por motivos de seguridad nacional. Pero, ¿no es eso también una forma de control?

El argumento es válido: ningún gobierno debe tener acceso ilimitado a los datos de ciudadanos extranjeros. Pero la solución no debería ser reemplazar la vigilancia china por la estadounidense, sino construir un modelo de soberanía digital transparente, donde los ciudadanos sean dueños de su información y las empresas rindan cuentas reales.

 

La batalla final: atención y manipulación

TikTok es solo el rostro visible de una guerra mayor: la lucha por la atención humana.
Mientras los gobiernos discuten sobre geopolítica, los algoritmos siguen aprendiendo. Cada video visto, cada pausa, cada “me gusta” alimenta una red neuronal que nos conoce mejor que nosotros mismos. Y, en ese campo de batalla silencioso, el ciudadano se ha convertido en recurso.

El futuro de la democracia no se definirá en urnas, sino en pantallas. La libertad no será de expresión, sino de percepción. Y la independencia, esa palabra tan mexicana y tan universal, ahora depende de algo tan intangible como un dato.

 

Epílogo: lo personal es geopolítico

El mexicano-americano que trabaja, estudia y vive entre dos sistemas —uno que todo lo observa y otro que todo lo permite— entiende mejor que nadie el costo de la libertad digital. En un lado, el Estado chino controla el flujo de información; en el otro, las corporaciones privadas lo monopolizan. En ambos casos, el ciudadano pierde soberanía sobre sí mismo.

Tal vez el futuro no pertenezca al país con más armas o más fábricas, sino al que domine mejor la mente colectiva. Y en esa carrera, ni México ni Latinoamérica parecen haber entendido que la guerra ya comenzó.

La nueva frontera no se traza en el mapa, sino en la nube. Y ahí, nuestros datos son el nuevo territorio en disputa.

 

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