Opinión Política
ANÁLISIS

Prohibido prohibir

“Una consulta no puede determinar la prohibición de la fiesta de toros”     

 

Por Raúl Vargas López

El mundo cultural taurino mexicano vive uno de sus momentos más oscuros e inquietantes. El pasado 10 de junio, el juez Primero de Distrito en Materia Administrativa de la Ciudad de México, Jonathan Bass, ordenó la suspensión indefinida de las corridas de toros en la Plaza México, la más grande del mundo.

Sin querer pensar mal, la empresa que opera el mayor coso de México presentó una defensa legal que careció de pericia e interés para preservar la fiesta brava. Según la opinión de algunos entendidos, el recurso presentado por la asociación civil Justicia Justa (que condujo a la resolución del juez Bass) era completamente impugnable y ganable hasta por un pasante.

Lo cierto es que luego del fallecimiento de Alberto Bailléres, socio preponderante de Tauroplaza México, SA de CV, administradora de la Plaza México, la fiesta perdió a un apasionado defensor y promotor. La ausencia de Bailléres ha dejado abierta la posibilidad de que los intereses inmobiliarios de los otros socios de Tauroplaza tomen ventaja de esta arbitraria decisión judicial y de la muy mala racha económica por la que ha pasado la plaza debido al cierre obligado por la pandemia de Covid-19, para explorar lucrativas alternativas inmobiliarias que aprovechen los envidiables terrenos que ocupa la Plaza México, tal como ocurrió con la plaza Las Arenas en Barcelona, tras la prohibición de la fiesta en Cataluña en 2012 y que ahora es un lujoso centro comercial.

Tauroplaza México, SA de CV, y el gobierno de la Ciudad de México, tienen 10 días para impugnar la decisión del juez Bass ante un Tribunal Colegiado. Y por ello es urgente que la afición tome un papel más activo en la defensa de la fiesta y haga saber su sentir y opinión, tanto a los empresarios como a las autoridades.

Por otra parte, debemos prevenir que este tipo de medidas se adopten en otras entidades. Y aquí deseo recordarle al amable lector que en noviembre de 2011, como diputado local durante la LIX legislatura del Congreso de Jalisco, promoví y presenté una iniciativa para declarar a la tauromaquia como patrimonio cultural del estado. El origen y propósito de la propuesta era reconocer que en Jalisco existe una larga tradición y afición por el toro, desde finales del siglo XVII. Son testigos de esta apropiación nuestra de la fiesta dos plazas llenas de tradición: la “Rodolfo Gaona” construida en Cañadas de Obregón hacia 1680 y “El Centenario”, erigida en San Pedro Tlaquepaque en 1898.

ARTE. La “fiesta brava” en medio de la polémica.

Todas las fracciones parlamentarias representadas en el Congreso de Jalisco hace 11 años apoyaron la propuesta que presenté. Tras su aprobación en el Poder Legislativo, se envió al Ejecutivo estatal para su publicación y entrada en vigor. Sin embargo, los erráticos cálculos políticos del entonces gobernador Emilio González Márquez y los del siguiente, Aristóteles Sandoval Díaz, llevaron la declaratoria al archivo para dejarla sin efecto. Once años después, y dadas las condiciones que se presentan, es momento de exigir al Congreso de Jalisco y al gobernador que se retome esta iniciativa y sea publicada a la brevedad.

Pero permítaseme ahora, como aficionado que soy de los toros, plantear una pregunta obligada: ¿Qué tienen los toros que maravillan a propios y extraños cuando se aproximan a ellos sin prejuicios, con la disposición de entender y aprehender aquello que a primera vista parece brutal y excesivo?

Grandes escritores, poetas, pintores, escultores e intelectuales han sido seducidos por el misterio y la belleza de la fiesta. ¿Por dónde empiezo? Ernest Hemingway, Pablo Neruda, Camilo José Cela, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y Albert Camus, seis premios Nobel de literatura a quien nadie, excepto los insulsos, pueden acusar de falta de humanidad, compromiso u originalidad.

O Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Max Aub, Ramón María del Valle-Inclán, Antonio Lobo Antúnes, Benito Pérez Galdós, Alfredo Bryce Echenique, Arturo Pérez Reverte o Ildefonso Falconés, gigantes de la literatura iberoamericana que han dejado testimonio de su aprecio y disfrute de los toros. Y la lista se enriquece con nombres como Federico García Lorca, Antonio Machado, Rafael Alberti, Miguel Hernández, José Bergamín, Gerardo Diego, Fernando Villalón y Luis Cernuda, todos poetas de una innegable sensibilidad. O artistas plásticos como Francisco de Goya, Pablo Picasso, Salvador Dalí, Joan Miró, Claude Monet, Edouard Manet, Eugene Delacroix o Toulouse Lautrec que han plasmado en sus obras la belleza magistral de los momentos dramáticos y sublimes de la tauromaquia. O cineastas como Charles Chaplin, Sergei Eisenstein y Luis Buñuel. O intelectuales de la talla de José Ortega y Gasset, Fernando Savater, George Bataille, Francis Wolff y Julian Pitt-Rivers.

“La mayor manifestación del arte es la tragedia. El autor de una tragedia crea un héroe y le dice al público: ‘Tenéis que amarle’. ¿Y qué hace para que sea amado? Le rodea de peligros, de amenazas, de presagios… y el público se interesa por el héroe, y cuanto mayor es su desgracia y más cerca está su muerte, más le quiere.

JULIAN PITT-RIVERS / ANTROPÓLOGO

Porque el hombre no quiere a su semejante sino cuando lo ve en peligro… En los toros la tragedia es real. Allí el torero es autor y actor. Él puede a su antojo crear una tragedia, una comedia o una farsa. Cuanto mayor es el peligro del torero, mayor es la amenaza de tragedia y más grande es la manifestación de arte… Entonces los cuernos rozan las sedas y el oro de sus trajes; la tragedia se aproxima, el público, sin saberlo, se pone de pie, se emociona, se entusiasma. ¿Por qué? Por el arte… Los toros, para ser tal como deben de ser, precisan tener la parte trágica, la muerte del toro… y de vez en cuando del torero. El torero que toreando se acerque más a la muerte, ése será el mayor artista, el que mejor interpretará la tragedia taurina, aunque el otro, el que toree con mayor facilidad, quede más veces mejor que él”.

Y a lo dicho por Julian Pitt-Rivers (antropólogo inglés, miembro de una destacada familia de antropólogos cuyo abuelo fundó el museo Pitt-Rivers de la universidad de Oxford, quien estudió la fiesta por más de medio siglo): “La corrida es religiosa y relacionada con la cristiandad… Hay una relación clarísima entre el sacrificio del toro y el del cordero… En la corrida se produce un constante cambio de sexo del matador que, en el primer tercio es femenino, después adorna con las banderillas al animal que va a sacrificar y, finalmente, se masculiniza hasta acabar convertido en toro y pasear los trofeos ganados con los brazos en alto en un claro parangón a los cuernos”.

COLOSO. La tradicional “Nuevo Progreso”.

La fiesta es un ritual de transmutaciones como la vida misma; una pieza trágica en varios actos en la que los roles se intercambian constantemente, y cuya belleza parece surgir de la abnegación y la valentía que se subliman hasta ensalzar a los protagonistas.

¿Y qué pasa con el sufrimiento del toro, argumento central de los detractores de la tauromaquia? Para responder a esto, recurro a Gabriel García Márquez: «Si es el toro de lidia tan noble como lo pintan, probablemente y a pesar de las tradicionales consecuencias, nadie sea más aficionado a la fiesta brava que el toro mismo. Por eso sigue embistiendo noblemente fiel a las reglas que han hecho posible la subsistencia de la lidia».

Y al pregón taurino que Ildefonso Falconés, escritor catalán (autor de La Catedral del Mar), pronunció en Sevilla en 2018: “…los animalistas no solo pretenden encarnar el bien común, sino que se imputan la representación de la mayoría social y, sentada esta premisa, promueven el rencor contra un colectivo que encuentra arte y sentimiento en las corridas de toros. Pero son los propios animalistas los que en un alarde de fantasía y quimera en la que acostumbra a caer todo movimiento populista, quienes nos ofrecen los argumentos suficientes para defender los ataques a las corridas de toros. Asumamos que los toros bravos son seres sensibles y sintientes, y como tales no solo tienen miedo, frío, placer, estrés, sino que también tienen orgullo, dignidad, valor, espíritu de lucha, arrogancia… Si hablamos, pues, de derechos de los animales es difícil negar el del toro bravo reclamando su protagonismo en la fiesta al mismo nivel que el hombre; y ahí es donde, tal y como pretenden los animalistas, podemos igualar a animales y personas, esos dos protagonistas que salen a jugarse la vida en una plaza de toros. ¿Acaso no es un comportamiento propio de la especie del toro bravo la de embestir, pelear y morir con soberbia y valentía? El toro bravo está destinado a luchar o a ser sacrificado; nadie va a alimentarlo sin la contrapartida de un rendimiento. Nadie, ni los ganaderos, ni el Estado, ni los animalistas, ni los abolicionistas…”.

Finalmente, recomiendo a los aficionados a la fiesta que acudan al excelente texto de Francis Wolff: “Cincuenta razones para defender las corridas de toros”, dónde encontrarán argumentos sólidos que desmienten los lugares comunes y las medias verdades con que comúnmente son atacadas las corridas y la afición.

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