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“La batalla por lo Juzgado, en La Suprema Corte”

Por Carlos E. Martínez Villaseñor

Abogado

La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) abrió una de las discusiones más delicadas de los últimos años: la posible reapertura de juicios concluidos, una tensión que sacude el principio de cosa juzgada y expone las fracturas internas del sistema judicial. Lo que en apariencia era un asunto técnico derivado de un caso mercantil, una presunta simulación de insolvencia, terminó revelando un choque entre visiones opuestas sobre cómo debe operar la justicia en un país donde el fraude procesal ha sido históricamente difícil de combatir.

Cinco ministros se pronunciaron por estudiar una “vía extraordinaria” que permita revisar sentencias firmes cuando existan pruebas contundentes de fraude; cuatro advirtieron que ello vulneraría pilares esenciales del Estado de Derecho. El proyecto no obtuvo mayoría y regresó a revisión, pero la discusión ya generó un parteaguas: por primera vez en décadas, la Corte cuestionó la absolutidad de la cosa juzgada, una figura que se había mantenido casi sagrada dentro de la arquitectura judicial mexicana.

El principio de cosa juzgada garantiza que un litigio concluido permanezca cerrado, evitando que los conflictos se prolonguen indefinidamente. Sin él, ningún ciudadano ni empresa podría confiar plenamente en un fallo judicial. Sin embargo, blindarlo de manera absoluta implica, en ciertos casos, perpetuar sentencias nacidas de la colusión, la falsificación de pruebas o la manipulación deliberada de procedimientos. De ahí que en otros países exista la figura excepcional de la “cosa juzgada fraudulenta”, diseñada para corregir injusticias extremas sin desmantelar la certeza jurídica.

Esa tensión entre justicia y estabilidad es la que hoy domina el debate público. Los defensores de la revisión extraordinaria señalan que ningún Estado serio debe tolerar que una sentencia obtenida mediante engaños se mantenga vigente. Sus opositores responden que flexibilizar el principio puede abrir una caja de Pandora con efectos impredecibles: saturación de los tribunales, litigios interminables, incertidumbre para la inversión y un debilitamiento estructural del Poder Judicial. El dilema no es puramente técnico; es profundamente político y simbólico.

La coyuntura no podría ser más sensible. Tras años de cuestionamientos a la independencia judicial y reformas impulsadas desde el poder político, cualquier movimiento de la Corte es interpretado como un mensaje hacia los otros poderes. Para el Ejecutivo y parte del Legislativo, la reapertura de sentencias podría generar inestabilidad en sectores estratégicos. Para la oposición y organismos civiles, el debate representa una oportunidad para evidenciar tensiones internas en la SCJN y exigir reglas claras que no permitan abusos de ningún lado. La Corte quedó en medio de un tablero donde cada gesto tiene consecuencias institucionales.

Los escenarios a futuro son varios. Un primer camino es un modelo extremadamente restringido que permita revisar sentencias solo ante pruebas irrefutables de fraude, con límites temporales, criterios estrictos y supervisión delicada. Este escenario mantendría la estabilidad jurídica y, al mismo tiempo, enviaría el mensaje de que el sistema puede corregirse cuando la corrupción judicial contamina un proceso. Un segundo escenario, el más temido por analistas y empresarios, sería una figura amplia que abra la puerta a la revisión de múltiples juicios. Esto generaría una oleada de incertidumbre, freno de inversiones y desgaste profundo para el Poder Judicial. Un tercer escenario consistiría en cerrar la puerta y reafirmar que lo juzgado, juzgado está; se ganaría certeza, pero se sacrificaría la posibilidad de corregir injusticias flagrantes. Finalmente, la discusión podría derivar en una reforma legislativa que establezca una ley específica sobre la nulidad por fraude, opción institucionalmente ordenada pero políticamente compleja.

Entre diciembre y marzo veremos señales clave: la reacción de cámaras empresariales, los primeros litigios que intenten aprovechar esta figura, la narrativa política dominante y la capacidad de la Corte para sostener una comunicación pública clara.

Este debate, aunque técnico, ya forma parte de la conversación nacional. Y, como suele ocurrir, la narrativa que prevalezca, “la Corte abre la puerta al caos” o “la Corte combate el fraude procesal”, influirá en la legitimidad del resultado final.

Lo más relevante es que este tema revela una pregunta más profunda: ¿qué tipo de justicia quiere México? La respuesta no dependerá solo de juristas, sino de la confianza ciudadana en sus instituciones. Si la Corte logra diseñar un mecanismo excepcional, preciso y blindado contra abusos, podría fortalecer el Estado de Derecho y enviar el mensaje de que la ley puede corregirse sin romperse. Pero si el mecanismo es ambiguo o expansivo, el país podría enfrentar uno de los periodos de mayor incertidumbre jurídica en su historia reciente.

La Corte, en realidad, no está definiendo solo un criterio procesal. Está decidiendo cómo se entenderá la justicia en las próximas décadas: si será una estructura rígida, impenetrable incluso frente al fraude, o una estructura flexible capaz de corregirse sin perder su fortaleza. Entre esos dos polos se juega mucho más que un caso mercantil. Se juega la confianza de una nación entera en su capacidad para vivir bajo reglas claras, pero también bajo un sistema que no tolere la injusticia disfrazada de legalidad.

Lo decidido en esta discusión marcará época. La batalla por lo juzgado apenas comienza.

 

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