Por Flor González
¿Quién cuestionó a Victor Frankenstein? ¿Quién le pidió cuentas por dejar a su criatura? Nadie. En cambio, fue el ser creado quien fue perseguido, juzgado, violentado por su diferencia. Como si la responsabilidad de ser amado y educado le correspondiera a él. Como si el dolor de haber sido rechazado no bastará para explicar su rabia.
Guillermo del Toro está por estrenar en Netflix su versión de Frankenstein, la historia que -según él mismo- no será de terror sino sumamente emotiva.
No cuesta imaginar el éxito que seguramente la película tendrá, porque si alguien sabe de monstruos es Guillermo: el director jalisciense ha construido su obra abordando siempre cuerpos rotos y excluidos. El paralelismo entre el monstruo de Frankenstein, como los personajes de Del Toro, es que ninguno nace siendo un monstruo. Somos la sociedad quienes los volvemos monstruos.
Pero si algo debemos recuperar en esta conversación no es solo a la criatura… sino a su autora. Porque Frankenstein fue escrito por una joven de 19 años, Mary Shelley, en una época que no perdonaba ni la inteligencia ni la ambición en una mujer. Y aunque su novela es considerada un clásico de ciencia ficción, rara vez se lee desde el lugar más urgente: su dimensión política y social.
Mary Shelley escribió sobre un hombre que crea vida y la abandona. Un científico que juega a ser padre, pero que no sabe —o no quiere— cuidar lo que ha engendrado. Ese gesto, el de dar la vida sin acompañarla, sin sostenerla, sin amar, no es ajeno a nuestra realidad.
México es un país de familias monoparentales. Donde millones de mujeres crían hijos sin apoyo, sin redes, sin justicia. La paternidad ausente no es una excepción: es una estructura. Y en ese contexto, Frankenstein se vuelve una metáfora brutalmente vigente. Porque Shelley no sólo escribió una historia de ficción: escribió sobre el abandono. Y sobre el silencio que lo rodea.
¿Quién cuestionó a Victor Frankenstein? ¿Quién le pidió cuentas por dejar a su criatura? Nadie. En cambio, fue el ser creado quien fue perseguido, juzgado, violentado por su diferencia. Como si la responsabilidad de ser amado y educado le correspondiera a él. Como si el dolor de haber sido rechazado no bastará para explicar su rabia.
Shelley nos obliga a mirar donde no queremos: al creador. Al que tiene el poder de dar la vida y no lo usa para cuidar. Nos dice que el verdadero monstruo no es el que nace diferente, sino el que tiene el privilegio de abandonar sin consecuencias.
En un país donde las madres están solas, donde las redes comunitarias suplen al Estado, donde el amor de mamá se romantiza pero no se apoya, y la paternidad se exime de la responsabilidad del cuidado, leer Frankenstein desde el feminismo no es un lujo literario: es un acto de imaginación política. Porque pensar el cuidado desde lo político—como sostiene la ética feminista— es pensar el futuro. Es imaginar otras formas de vida posibles, donde crear y paternar implique también sostener, amar, y acompañar.
Tal vez por eso Guillermo del Toro ha dicho que esta historia es sumamente emotiva. Porque no hay nada más inquietante que enfrentarse al abandono. Y porque él, como muchos de nosotros, intuye que lo verdaderamente monstruoso no es nacer incompleto… sino ser abandonado.