Opinión Política
EDUCACIÓN E HISTORIA

El toro que soñó Macondo

En Macondo, donde las cosas ocurrían antes de que uno las pensara, habría un niño que alguna noche escuchó el bramido de un toro venido del fondo de los siglos.

 

Por Amaury Sánchez G.

Ese toro, de pelaje oscuro y ojos que parecían dos brasas de un universo antiguo, cruzó ríos, montes y calendarios hasta encontrar su lugar en un México todavía sin nombre, el 24 de junio de 1526, cuando Hernán Cortés, sin imaginarlo, dejó registrado el primer festejo taurino de estas tierras.

No era una fiesta, era un presentimiento.

Un aviso de que estas tierras, tan dadas a mezclar sangres y nostalgias, estaban destinadas a convivir con ese animal de un modo que ni el destino pudo evitar.

Un año más tarde, porque en el tiempo de entonces las cosas importantes llegaban despacio, Juan Gutiérrez de Altamirano trajo toros y vacas a un México que aún despertaba de su propia creación. Los descargó en la hacienda de Atenco como quien siembra estrellas en un campo recién nacido. Nadie lo sabía entonces, pero ese acto silencioso era el primer capítulo de una historia de amor y muerte, tan nuestra como el olor a tierra mojada después del primer aguacero.

Luego vino 1529, cuando en la plazuela del Marqués, en el lugar donde hoy la Catedral respira su eternidad, se celebró la primera corrida formal. Y desde ese día hasta hoy, la fiesta brava nos acompaña como una sombra fiel: a veces luminosa, a veces dolorosa, pero siempre inevitable.

 

La fiesta que camina con el alma del pueblo

En un país donde cada tradición carga su propia vida secreta, la tauromaquia no es un espectáculo: es un recuerdo colectivo que respira por sí solo.

Es música que brota como un suspiro antiguo.

Es un traje de luces que parece bordado por el tiempo.

Es un toro que vive cuatro o cinco años con la libertad que el destino le concede solo a los animales destinados a la épica.

En las ganaderías de lidia, desperdigadas por montes que huelen a eternidad, el toro bravo crece en un universo que parece sacado de Macondo: pájaros que nadie ha nombrado, amaneceres que regresan con la misma puntualidad de los augurios, y un silencio tan hondo que uno puede escuchar el rumor del porvenir.

Estas tierras no se conservan por decreto.

Se conservan porque el toro bravo existe.

Porque sin él, miles de hectáreas perderían su sentido, como perdería su alma una casa sin fotografías viejas.

 

El debate que duele como familia

Pero la fiesta, como toda pasión antigua, se convirtió con los años en un tema que divide mesas y rompe silencios.

Los taurinos la defienden con el fervor con que se protege un recuerdo de infancia.

Los antitaurinos la combaten con la convicción de quien quiere corregir al mundo.

Y allí, entre ambos, se alza una pregunta que podría haber sido escrita por Úrsula Iguarán:

¿Puede una tradición sobrevivir cuando el corazón de la gente late en direcciones contrarias?

Los unos dicen que el toro muere con dignidad, enfrentando su destino como un héroe trágico.

Los otros dicen que ninguna dignidad compensa el dolor.

Los unos hablan de arte.

Los otros hablan de vida.

Y en el fondo, todos hablan desde la herida.

Porque en México, como en Macondo, las discusiones importantes no se hacen con ideas: se hacen con emociones que uno lleva apretadas desde antes de nacer.

 

Lo que se juega en la arena

Más allá del toro, lo que está en disputa es la memoria de un país que nunca ha sabido vivir sin contradicciones.

Es el derecho a conservar lo que amamos, incluso cuando nos duele.

Es la posibilidad de revisar lo que fuimos sin destruir lo que somos.

Es aceptar que la fiesta brava es parte de nuestra historia, con toda la belleza y toda la sombra que eso implica.

Prohibirla sin entenderla sería como arrancar una página de un libro que aún no termina.

Defenderla sin escuchar al toro sería como negar el llanto de un niño en la madrugada.

Las naciones se construyen enfrentando sus dudas, no silenciándolas.

El toro que nos mira desde la historia

La fiesta brava no necesita defensores ni verdugos.

Necesita lectores de su propia alma.

Ese toro que Cortés vio en 1526, aquel que llegó desde España sin saberlo, el que corrió en 1529 bajo el sol de una ciudad recién conquistada, es el mismo que hoy nos mira desde la memoria profunda del país.

Nos mira con esos ojos redondos y oscuros que parecen contener siglos de mitología.

Nos mira sin rencor, sin prisa, sin juicio.

Como si supiera que la humanidad siempre se debate entre lo que ama y lo que teme.

Quizá por eso la fiesta ha sobrevivido tanto.

Porque pertenece a ese misterio que nadie puede definir, como la lluvia que cae sin permiso o los recuerdos que vuelven cuando nadie los llama.

 

Epílogo de un toro que soñó un pueblo

Si Macondo hubiera tenido plaza de toros, el toro bravo habría entrado a ella no como un animal, sino como un presagio.

Como un viejo conocido que regresa desde la niebla para recordarnos que la historia no se juzga: se comprende.

Y tal vez, solo tal vez, eso es lo que México necesita hoy:

Comprenderse.

Mirarse sin miedo.

Aceptar que toda tradición, como todo amor profundo, está hecha de luz y sombra.

Porque al final, lo que está en juego no es la fiesta.

Es la manera en que este país recuerda, discute y sueña sus propias raíces.

Y en algún rincón del tiempo, ese toro primigenio sigue corriendo.

Corre por las llanuras de Atenco.

Corre por las arenas de 1529.

Corre por la memoria de México.

Corre, incluso, por las calles de Macondo.

Como si supiera que su historia…

No ha terminado.

 

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