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El robo del Louvre o el crimen del Outsourcing

Por Flor González

Antropóloga, Universitat de Barcelona

El robo del Louvre no fue solo un robo. Fue una metáfora del Occidente contemporáneo. Una grúa, un uniforme y unos minutos de sincronía bastaron para burlar la seguridad de uno de los museos más vigilados del mundo.

La escena, aunque parece salida de un episodio de La Pantera Rosa, revela una verdad incómoda: la miopía de un sistema que idolatra la eficiencia y relega a la sombra los cuerpos que la hacen posible.

La pregunta más repetida —¿cómo pudo pasar algo así en un museo tan vigilado? — tiene una respuesta simple, aunque absurda: por el outsourcing.

Sí, la subcontratación es la responsable.

Cuando la seguridad, la limpieza o la mediación cultural dependen de cadenas infinitas de subcontratación y los empleados carecen de pertenencia institucional, la línea entre “dentro” y “fuera”, entre “nosotros” y “los otros”, se desvanece.

¿Y cómo distinguir al equipo cuando no se conocen sus nombres ni sus rostros?

En el mundo neoliberal, los trabajadores de servicios técnicos —mantenimiento, seguridad, intendencia— resultan incómodos.

Se espera que no estorben, porque su eficiencia depende de su invisibilidad.

El robo de las joyas no fue un mero descuido, sino el resultado de una política sostenida.

En las últimas dos décadas, la mayoría de los museos internacionales se reestructuraron bajo la lógica de la eficiencia empresarial: reducir costos, aumentar la flexibilidad y maximizar el retorno de inversión con visitantes.

Pero cuando las instituciones delegan sus ojos y sus cuidados, también delegan su sentido de pertenencia. Y cuando la mirada y el cuerpo laboral se tercerizan, la responsabilidad se disuelve, y con ella, inevitablemente, llegan las catástrofes.

Del objeto al acontecimiento

El teórico Nicolas Bourriaud propuso que el arte contemporáneo ya no se mide por la creación de objetos, sino por la generación de encuentros sociales.

El valor de la obra reside en la relación que produce, más que en su materia.

Desde esa perspectiva, el robo del Louvre parece un “happening” involuntario: una obra sin autor que devolvió la mirada al objeto que dormía tras la vitrina.

El acontecimiento no destruyó: reactivó la percepción de las piezas robadas.

Lo que debería visibilizarse no es únicamente la pérdida del patrimonio invaluable, sino la fragilidad del sistema de custodia que daba por garantizado su propio poder.

Como señaló Andrea Fraser, las instituciones no son estructuras externas que puedan atacarse desde fuera: las habitamos y las reproducimos.

El museo, en este caso, se convirtió en su propia obra, una instalación viva donde la negligencia y la precariedad quedaron expuestas.

No se llevaron solo joyas imperiales o reliquias históricas: el gesto fue alegórico, un expolio del símbolo que refleja la realidad francesa actual: presidentes procesados, ministros que dimiten, instituciones que se tambalean.

El robo del Louvre fue menos un ataque al arte, y más una radiografía del orden social y la pasividad institucional como parte del espectáculo.

No fue un crimen ingenioso ni una casualidad: fue una performance involuntario de un modelo en colapso, una escena donde la eficacia se transforma en ceguera y la ceguera en desastre.

Un recordatorio de que incluso las instituciones más sólidas pueden derrumbarse cuando olvidan los rostros de los trabajadores que las sostienen.

 

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