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La mentira que se hizo viral: la pasajera de torenza y el nuevo imperio del engaño digital

Por Simón Madrigal

Internacionalista y Analista Político

La historia perfecta para un mundo distraído

Una mujer llega al aeropuerto JFK, muestra un pasaporte de un país que no existe —Torenza— y asegura venir de un territorio desconocido. Las cámaras graban. Los agentes se confunden. El video se vuelve viral.

Millones lo comparten, otros juran que lo vieron en “noticias serias”, algunos lo investigan y otros simplemente comentan con emojis de sorpresa.

En menos de 24 horas, Torenza se convierte en tendencia global, una nación fantasma nacida del algoritmo.

Días después, los verificadores confirman lo obvio: todo era falso. Un montaje generado con inteligencia artificial, inspirado en una vieja leyenda urbana japonesa de los años 50 (“El hombre de Taured”). Pero ya era demasiado tarde. El mito digital había ganado.

Lo que antes necesitaba imprentas, periódicos o cadenas de televisión, hoy basta con un celular y una conexión a internet. Así de fácil se fabrica una realidad. Así de barata se vende una mentira.

 

La era de los crédulos ilustrados

Vivimos tiempos en que la verdad compite por atención, no por evidencia.

Una publicación atractiva, un video con música inquietante o una voz “sintetizada” con IA puede lograr más credibilidad que un boletín oficial. No importa si es falso; lo importante es que se sienta verdadero.

Las redes sociales son fábricas de consenso instantáneo. Un video compartido por millones adquiere autoridad moral por simple repetición.

El argumento ad populum —“si todos lo creen, debe ser cierto”— volvió del pasado, disfrazado de viral.

Y nosotros, los usuarios, participamos con entusiasmo en esa maquinaria. Al aceptar los términos y condiciones de cada aplicación, entregamos más que datos: cedemos el derecho a ser interpretados, perfilados y, si es necesario, manipulados.

Cada vez que instalamos una app permitimos que acceda a nuestro micrófono, cámara, ubicación, contactos, fotos y hasta a nuestros mensajes. Hemos dado consentimiento para que nos escuchen mientras hablamos, nos vean mientras dormimos y nos estudien mientras creemos que estamos navegando libremente.

Nos dicen que estamos “conectados”, pero en realidad somos producto, materia prima de un mercado que comercia emociones y percepciones.

 

El negocio del engaño

Detrás de cada viral no solo hay entretenimiento: hay dinero. Mucho dinero.

Cada clic genera tráfico, y cada tráfico genera publicidad. Las plataformas viven del tiempo que pasamos dentro, no de la verdad que consumimos. Por eso, la mentira bien contada vale más que el dato verificado: una despierta emoción, la otra exige reflexión.

El video de la “pasajera de Torenza” no fue casualidad. Formó parte de una corriente creciente de deepfakes, hoaxes y contenidos “sintéticos” diseñados para probar los límites de la credulidad humana. No hay ideología detrás, hay negocio.

Un video como el de Torenza es oro puro para el ecosistema digital: no necesita ser verdad, solo necesita mantenernos mirando.

Mientras tanto, las narrativas importantes —la inflación, los conflictos comerciales, las decisiones políticas reales— se pierden en el ruido.

La mentira, paradójicamente, se ha vuelto más rentable que la verdad.

Si el algoritmo detecta que la indignación vende más que la información, nos servirá indignación las 24 horas del día.

Pero hay un riesgo más profundo: cuando todo puede ser falso, nada importa.

El ciudadano confundido deja de creer en los medios, en las instituciones, en la política y en la economía. Y ese vacío lo aprovechan los verdaderos manipuladores: gobiernos autoritarios, campañas negras, corporaciones sin escrúpulos.

 

La geopolítica del engaño

No se trata solo de una cuestión de ética digital. Se trata de poder.

Estados Unidos, China, Rusia y otras potencias libran una guerra invisible por el control de la información global. TikTok, propiedad de ByteDance, con sede en Pekín, ha sido el blanco más visible, pero no es el único.

Cada país busca algo distinto: unos quieren influir, otros vigilar, otros simplemente controlar.

Para Washington, el peligro no es que TikTok entretenga a los jóvenes, sino que recopile masivamente datos biométricos, patrones de comportamiento y localización de millones de usuarios. Esa información, en manos de un gobierno extranjero, equivale a una base de datos de inteligencia a escala planetaria.

Y mientras tanto, los ciudadanos seguimos compartiendo contenido “divertido”, sin saber que cada interacción alimenta un ecosistema global de análisis, predicción y manipulación.

Detrás de cada viral no solo hay entretenimiento: hay dinero. Mucho dinero.

México: el consumidor sin defensa

En México el problema es más grave: no tenemos defensa.

Las leyes de protección de datos personales son obsoletas, las campañas de educación digital inexistentes, y la mayoría de los usuarios entrega su información sin pensar. Compartimos fotos, ubicaciones, mensajes privados y hasta documentos oficiales en plataformas que ni siquiera están sujetas a jurisdicción mexicana.

El gobierno, ocupado en sus propios pleitos políticos, no ve el riesgo estratégico. La economía digital mexicana depende de plataformas extranjeras que manejan información crítica —desde datos financieros hasta conversaciones privadas— sin control ni supervisión.

Mientras tanto, el ciudadano común vive en la ilusión de libertad digital, cuando en realidad es un consumidor vigilado.

 

De Torenza a la paranoia

El caso Torenza es más que una curiosidad viral. Es un espejo de nuestro tiempo: una mentira fabricada por máquinas, amplificada por millones y convertida en “hecho” por la simple fuerza del clic.

No fue la primera ni será la última. Pero sí es una advertencia de lo que ocurre cuando la verdad se subordina al entretenimiento y la razón al algoritmo.

Hoy no necesitamos dictadores que censuren. Nos censura la saturación. No necesitamos propaganda oficial: basta con un video viral bien dirigido.

La desinformación ya no destruye reputaciones, destruye realidades.

Pero negar la verdad por miedo al engaño es también una forma de sometimiento.

Nos deja paralizados, incapaces de reaccionar ante la injusticia o la manipulación.

No se trata de volvernos paranoicos, sino de aprender a discernir.

De rescatar el pensamiento, la pausa y el análisis en medio del ruido.

De entender que la verdad no grita ni se viraliza: se busca, se trabaja y se defiende.

 

Conclusión: la verdad cuesta

La verdad ya no se busca, se desplaza.

En un mundo donde la mentira se monetiza y la atención se vende al mejor postor, creer se ha vuelto un acto político.

Quien conserva el espíritu crítico, quien pregunta, quien duda, ejerce la última forma de libertad que nos queda.

El reto no es tecnológico, es humano. No se trata de apagar las redes, sino de encender la conciencia.

Si cada mentira nos hace desconfiar un poco más de la realidad, llegará un día en que no sabremos distinguir la verdad ni aunque la tengamos frente a los ojos.

Y ese día, habremos perdido algo más valioso que la información: la capacidad de creer.

Porque la próxima “pasajera de Torenza” no vendrá de un país imaginario, sino de una pantalla real. Y si seguimos aceptando sin pensar, tal vez el próximo país que desaparezca… sea el de la verdad.

 

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