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Michoacán de luto

Por Ángel Nakamura

Periodista

La noche del pasado 2 de noviembre se apagó una voz incómoda para el crimen organizado en pleno corazón del centro histórico de Uruapan.
Carlos Manzo, alcalde independiente del segundo municipio más poblado de Michoacán, cayó asesinado tras recibir siete impactos de bala durante una celebración del Día de Muertos. Tenía 40 años y el mismo temor que había confesado semanas antes: no quería convertirse en “un alcalde más” ejecutado por oponerse a los poderes criminales.
Su muerte, manchada de simbología política y criminal, no solo desató la indignación de los uruapenses y michoacanos que tomaron las calles vestidos de negro para exigir justicia. También expuso de nuevo lo que las cifras y los velorios vienen gritando en Michoacán desde hace más de una década: el Estado —el federal, el estatal y el municipal— parece no estar siendo capaz de contener a las organizaciones delictivas que operan con arraigo territorial e impunidad institucional.

 

El alcalde que incomodó a los dueños del territorio
Desde que asumió el cargo en septiembre de 2024, Manzo se convirtió en un protagonista incómodo. Se le veía con chaleco antibalas en casi todos los actos públicos. En entrevistas dejó entrever su miedo, pero también su decisión de confrontar a quienes extorsionan, desaparecen y controlan el multimillonario negocio del aguacate —el oro verde que sostiene la economía regional y que es, al mismo tiempo, botín de guerra.
“¿A cuántos alcaldes han asesinado por oponerse a estos pactos con el crimen organizado?”, cuestionó Manzo semanas antes del ataque
Su urgencia era también estratégica: la próxima revisión del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) tiene a los productores y exportadores de Uruapan bajo la lupa internacional. Un repunte de la violencia podría comprometer a uno de los sectores agrícolas más importantes del país.

 

La narcopolítica que se institucionalizó
Las primeras líneas de investigación, reveladas por autoridades y por documentos militares, perfilan un posible escenario: el asesinato de Manzo se inscribe dentro de la lógica criminal de la Tierra Caliente y de un clan familiar ya señalado por vínculos entre política y crimen organizado.
El agresor abatido, identificado como Osvaldo “El Cuate” Gutiérrez Vázquez, estaría supuestamente relacionado con operadores del Cártel Jalisco Nueva Generación y con los hermanos Ramón y Rafael Álvarez Ayala, figuras de alto rango en la organización.
La cadena de vínculos aparentemente desemboca en un tercer pilar: Roldán Álvarez Ayala, exdiputado federal y exalcalde de Apatzingán, postulado por Morena en 2018, hoy prófugo y acusado de extorsión y corrupción —delitos que son, precisamente, el sello de control económico del cártel en la región.
La lectura es clara: el poder criminal y el político ya no solo conviven; se protegen y se reproducen. Y quien se opone… muere.

 

Un golpe que exige respuestas
El impacto político del asesinato es profundo: ocurrió en la segunda ciudad más grande de Michoacán. La víctima era una figura independiente del control partidista que estaba bajo protección federal y, aún así, fue ejecutado. Además, el asesinato sucedió en un contexto de homicidios previos de alcaldes y periodistas.
La fragilidad institucional queda en evidencia: ni el municipio, ni el estado, ni la federación pudieron garantizar la vida de un representante popular amenazado y exhibido públicamente como blanco criminal.
Expertos en seguridad advierten que este crimen se convierte así en el mayor reto de seguridad en el arranque del nuevo sexenio.

Reconstruir la gobernabilidad en Michoacán implica algo más que presencia militar o nuevas fiscalías.

La reacción presidencial: un Plan para reconstruir la paz

Al día siguiente del asesinato, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum Pardo, condenó el “vil” crimen y convocó una reunión de emergencia con su Gabinete de Seguridad. La titular del Ejecutivo anunció el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia, una estrategia integral basada en tres ejes: seguridad y justicia, desarrollo económico con justicia, así como educación y cultura para la paz.

La primera incluye unidades conjuntas GN-SSPC-Fiscalías enfocadas en homicidio y extorsión. También incluye la propuesta de una Fiscalía Especializada en Delitos de Alto Impacto. De igual manera, un sistema de alerta para alcaldes al igual que oficinas de la Presidencia en municipios prioritarios. Mesas de seguridad cada 15 días y el impulso a la denuncia anónima completan el primer eje.
El segundo incluye seguridad social y salarios dignos para jornaleros del aguacate, infraestructura rural y polos productivos para generar bienestar así como acuerdos con el sector exportador.
El tercer eje contempla escuelas y centros comunitarios para la paz y el deporte, atención a víctimas y programas de reinserción, becas para jóvenes universitarios, así como campañas y festivales culturales para reconstruir el tejido social.
“La paz no se impone con la fuerza, se construye con las comunidades,” dijo la presidenta Claudia Sheinbaum.

 

¿Alcanzará? El reto que deja el asesinato de Carlos Manzo
Reconstruir la gobernabilidad en Michoacán implica algo más que presencia militar o nuevas fiscalías. Requerirá cortar los vasos comunicantes entre la política y las organizaciones criminales, romper la extorsión como modelo económico y regresar la autoridad al Estado.
Manzo sabía que estaba desafiando una maquinaria criminal que no perdona ni olvida. Su asesinato es un mensaje, pero también una responsabilidad para quienes gobiernan actualmente tanto Michoacán como México.
La pregunta que queda en el aire es sencilla: ¿podrá el Estado mexicano proteger a quienes se atreven a defenderlo?

 

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