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México y el salario mínimo: la batalla silenciosa por la dignidad

Por Amaury Sánchez G.

Politólogo 

En este país donde las decisiones económicas suelen disfrazarse de tecnicismos para evitar discusiones incómodas, el aumento al salario mínimo 2026 llega como un recordatorio inoportuno: México ya no puede sostener su economía sobre el artificio de salarios humillados.

El incremento del 13% para el próximo año que en apariencia es un mero ajuste administrativo forma parte de una secuencia histórica que incomoda a más de uno en los salones alfombrados del poder económico. Ocho años consecutivos de aumentos de doble dígito, un acumulado nominal de 331% desde 2019 y una recuperación real del 168% no son casualidad ni capricho ideológico. Son, más bien, la confesión de un país que durante cuatro décadas prefirió la estabilidad de unos pocos sobre la prosperidad de la mayoría.

Y aun así, hay quienes insisten en la narrativa del desastre inminente. Hablan de inflación como si fuera una criatura invocada por decreto, ignoran que el Banco de México tan imperturbable y tan conservador no encontró pruebas de que estos aumentos hayan detonado una espiral inflacionaria. El fantasma de la estanflación, tan útil en los años del neoliberalismo, hoy luce desgastado, casi ridículo.

Lo que sí produce este aumento es una especie de desorden moral: obliga a mirar lo que por mucho tiempo se escondió bajo la costumbre. Un país no puede aspirar al futuro con trabajadores atrapados en la pobreza laboral. No se construye competitividad con sueldos que niegan la vida. No se crea mercado interno si los consumidores apenas sobreviven.

El aumento al salario no es un acto de caridad, sino un ajuste estructural largamente postergado. Los trabajadores ganan poder adquisitivo, sí, pero también se fortalece el mercado interno, se dinamiza el consumo y se genera un círculo que beneficia incluso a quienes se niegan a reconocerlo.

Porque aunque algunos pretendan ignorarlo un país sin consumidores no es un país productivo: es una fábrica de frustraciones.

Las empresas enfrentan un desafío real, especialmente las micro y pequeñas, acostumbradas a sobrevivir con márgenes tan estrechos que cualquier incremento parece un precipicio. El problema es que muchos empresarios siguen anclados en la cultura de la resistencia, no en la estrategia del crecimiento. Y en esa resistencia se esconde un doble error: temer al salario y esperar resultados distintos.

La productividad no surge de la inmovilidad. La competitividad no nace de los sueldos bajos. La formalidad no se construye con miedo.

 

Ese es el verdadero nudo del debate.

En el terreno político, la decisión no es menor. La administración de Claudia Sheinbaum mantiene la línea que, desde 2019, se propuso reparar el daño histórico: recuperar el valor del salario como herramienta de dignidad. La Comisión Nacional de Salarios Mínimos, tantas veces irrelevante, hoy se convierte en un punto de quiebre institucional: una especie de brújula que redefine la relación entre Estado, mercado y sociedad.

No estamos frente a una política coyuntural, sino ante una transformación silenciosa del modelo económico. Y es precisamente esa transformación la que incomoda. Porque este aumento cuestiona el pacto no escrito que sostuvo a México durante décadas: salarios bajos para que las cifras macroeconómicas luzcan ordenadas, aunque la vida de la mayoría sea un caos.

Ese pacto ya no se sostiene.

Y algunos lo saben. Por eso la resistencia. Queda, sin embargo, la pregunta más importante: ¿Puede México sostener esta ruta sin tropezar en el terreno de la productividad o la informalidad?

Sí, si se acompaña con financiamiento accesible para MIPYMES, política industrial inteligente, innovación tecnológica y exigencia institucional. No, si se pretende que solo el salario haga el trabajo de todo un Estado.

El aumento al salario mínimo no es un fin, es un mensaje: México está dejando atrás el país que se acostumbró a sobrevivir resignado. La dignidad, cuando se recupera, no admite marcha atrás. Lo que está en juego no es una cifra económica.

Es una definición política. Es el país que queremos ser.

 

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