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Las enciclopedias de Don Chava

Por Carlos A. Lara González

Dr. en Derecho de la Cultura y Analista de la Comunicación y la Cultura

@Reprocultura

Por muchos años la casa de mis padres fue la biblioteca del barrio. No recuerdo con exactitud, pero debieron pasar por ahí por lo menos tres generaciones de estudiantes. En particular quienes querían destacar por hacer tareas con información más completa que la que ofrecían las cartitas y biografías que vendían en las papelerías.

Los pequeños llegaban a casa después de la comida acompañados de alguno de sus padres, libreta y lápices en mano, pedían a doña Estela consultar algunos libros y, una vez que los padres marchaban, se ponían a trabajar en el comedor. Ahí, doña Estela les ofrecía agua, galletas o alguna que otra fruta. Solo había una regla establecida por don Chava, y era que ningún libro salía de casa. Pero la generosidad de doña Estela hizo algunas excepciones: Las maestras de la propia escuela que consultaban varios tomos a la vez para trabajos académicos de su profesión. Un amigo que ahora es un destacado médico cirujano, quien consultaba a menudo el apartado de medicina de la Enciclopedia Autodidáctica. Otros fueron compañeros de mi hermana Mercedes cuyos padres venían a recogerles a la hora de la cena. Iban cenados, pero sin haber alcanzado a transcribir la información que necesitaban, por lo que pedían a doña Estela poder llevarse el libro con el compromiso de devolverlo al día siguiente.

Mi madre comenzó a hacerlo sin notificar esas salidas hasta que faltó un volumen del Diccionario Enciclopédico. Fue todo un tema en casa. Muchos años después, avecindado ya en el centro de la Ciudad de México, lo encontré en El tomo suelto, la famosa librería de la calle Donceles. Una agencia de adopción de libros, como ellos mismos se denominan. Sin embargo, era ya la era del Internet y el soporte digital. Las enciclopedias habían pasado a ser parte de la escenografía de los recuerdos familiares al lado de las fotografías, los souvenirs de algún viaje y los presentes de conmemoraciones civiles y religiosas.

Una de las aficiones de mi padre era la adquisición de las enciclopedias más importantes de editoriales como Grolier. Vienen a mi memoria los doce tomos del Diccionario Enciclopédico Quillet, los cuatro de la Enciclopedia Autodidáctica y los diez de México a través de los siglos, de Vicente Riva Palacio, entre otras. Además, como cliente distinguido de la editorial, cuyo vendedor estrella en esos años era mi abuelo, le hacían llegar cada diciembre El libro del año. Un almanaque mundial sensacional de lo más entretenido. Una ventana al mundo que nos relataba los acontecimientos más sobresalientes de cada año. El atentado contra el Papa Juan Pablo II, la muerte de John Lennon, El atentado a Reagan, la boda de Diana y Carlos, la Guerra de las Malvinas, el fenómeno Michael Jackson, el lanzamiento de E.T… Eran horas de sofá tratando de entender el mundo.

Recuerdo otra pequeña enciclopedia en aquél viejo librero de caoba: biográfica de autores latinoamericanos, si mal no recuerdo, pertenecientes al arielismo de Rodó. Una edición de bolsillo, tan pequeña que la empleábamos como cromos, jugábamos a adivinar qué personaje había en cada uno de los tomos. Uno de los más famosos era “El bigotón”, así decía mi hermana Susana a Vasconcelos, que aparecía con su peculiar bigote ralo, descrito así por José Joaquín Blanco.

Los Lara éramos quienes entregaban las mejores tareas si de historia, castellano, ciencias naturales o sociales se trataba. Mi padre insistía siempre en escribir más de lo solicitado. En parte por impulsar nuestro aprendizaje, pero también por amortizar el pago de las enciclopedias, cuyo cobro llegaba mes a mes a las puertas de casa en motocicleta.

Me alegra recordar que la casa marcada con el 408 de la calle Juan Jiménez Romo de la ciudad de Guadalajara fue una suerte de Wikipedia barrial en una demarcación sin biblioteca. El soporte escolar de decenas de estudiantes y unos cuantos profesionistas.

 

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