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El precio del miedo. La economía criminal que paga México

Por Simón Madrigal

Internacionalista y Analista Político

En México no solo pagamos impuestos. También pagamos miedo.
Y ese miedo, que nos acompaña desde que salimos de casa hasta que apagamos la luz por la noche, tiene un costo económico gigantesco que rara vez se discute con honestidad. Se habla del crimen como un problema moral, social o policial, pero casi nunca como lo que realmente es: un drenaje financiero monumental que hunde al país, estado por estado, municipio por municipio, bolsillo por bolsillo.

La violencia y la corrupción no son fenómenos abstractos. Son números, pérdidas, gastos, proyectos frustrados, inversiones que nunca llegan, empresas que renuncian, comunidades que se vacían. Son un impuesto invisible que nadie legisló, pero que todos pagamos.

Hay municipios en el país donde el alcalde gobierna, pero no manda.
Donde las lealtades no se juran en Cabildo, sino en reuniones discretas fuera del horario oficial. Donde el narco no solo regula, sino que administra.

Eso provoca un bucle perfecto de impunidad: el narco pone al alcalde, el alcalde protege al narco y el narco financia la próxima elección. Ahí, la democracia es un decorado. El ciudadano elige, pero el crimen decide.

 

El impuesto invisible que vacía al país

De acuerdo con estudios de seguridad y economía, la violencia en México cuesta alrededor del 3.4% del PIB nacional.
Traduzcamos: ese monto equivale a casi el 80% del presupuesto federal de educación. Es decir, México paga por su violencia casi lo mismo que por formar a sus niños.

En entidades como Colima, Morelos y Guerrero, el impacto económico supera el 30% del PIB estatal. Eso coloca estas estas regiones en niveles equivalentes a economías en conflicto abierto.

Pero el dato más duro no está en los números: está en lo cotidiano.
En México, la clase media no compra más caro por lujo, sino por supervivencia.
Si vives en Guadalajara, Monterrey, Tijuana, León, Cuernavaca o Ciudad Obregón, esto te sonará familiar:rejas, bardas electrificadas, cámaras, alarmas, blindajes, seguridad privada, GPS, Seguros contra robo,cambiar de ruta, pagar Uber en trayectos que podrían hacerse caminando, elegir escuela según la distancia del foco criminal, elegir casa según dónde “caen menos balazos”.

Cada uno de esos gastos —pequeño o grande— no existiría sin crimen organizado ni corrupción institucional.Es el impuesto que nadie registra, pero que todos pagamos.

Contribuyente por duplicado.

La corrupción: el otro cobrador de impuestos

Del lado del gobierno, la corrupción consume entre el 8 y el 10% del PIB, según estimaciones de organismos nacionales e internacionales. La corrupción es el socio silencioso del crimen. Uno no existiría sin el otro.
Lo ha dicho el criminólogo italiano  Federico Varese, “el crimen organizado prospera donde el Estado falla en garantizar seguridad y justicia.”

Y México lleva décadas fallando en ambas. O como advirtió Edgardo Buscaglia, de Columbia University, “la corrupción es el lubricante del crimen organizado. Sin corrupción política, ninguna organización criminal puede expandirse”. En México, ese lubricante se volvió aceite industrial.

 

Jalisco y el alto costo del romance tóxico

Hoy Jalisco gasta más de 8% de su presupuesto estatal en seguridad y justicia, mientras estudios económicos (IMCO) calculan que la pérdida real, sumando extorsión, robo de carga, evasión fiscal criminal y efectos indirectos, puede llegar al 12% del PIB estatal.

En palabras del sociólogo Diego Gambetta, “el costo más alto del crimen no es económico; es la destrucción de la confianza.” Y cuando un estado pierde la confianza interna, pierde también la inversión, el turismo, la creatividad y la movilidad social.

Cada peso que Jalisco destina a blindarse contra el crimen es un peso que no llega a escuelas, hospitales, carreteras o innovación. La violencia no sólo mata personas: mata proyectos.

 

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