Por Flor González
Antropóloga, Universitat de Barcelona
Hace unos días, en Guadalajara, la artista plástica Francisca Arteaga Mendoza fue secuestrada mientras impartía clases de pintura a niños en la Galería Casa Natalia. Desde entonces, nada se sabe de su paradero. El hecho ha conmocionado a la comunidad cultural y ha encendido la indignación de quienes vemos con claridad que en México ya no existen lugares seguros: ni en la calle, ni en la casa, ni siquiera en un espacio de creación artística dedicado a la enseñanza.
El caso de Frany no es una excepción. En un país donde los secuestros, feminicidios y desapariciones forzadas se cuentan por decenas de miles, la violencia se ha normalizado al punto de convertirse en un trámite burocrático: una denuncia que se archiva, un expediente que se clasifica mal, un juicio que se retrasa. La violencia institucional no es únicamente ausencia de justicia: es una maquinaria activa que produce indefensión, que revictimiza a quienes denuncian y minimiza los agravios.
Desde hace más de una década, las obras de los artistas Enrique Oroz y Dan Montellano nos mostraron cómo el cuerpo violentado aparecía como paisaje. En Territorio Coatlicue, los cráneos y la diosa prehispánica nos hablan de un país convertido en una enorme fosa común, esa que recorren las Madres Buscadoras con sus palas y fotografías de los desaparecidos.
La obra Paisaje en Fantasma Mexicano de Dan Montellano nos recuerda que los cuerpos anónimos se disponen como topografía. El artista subvierte el legado de José María Velasco: los volcanes y valles que fueron orgullo nacional ahora han sido reemplazados por cadáveres y siluetas que narran la cartografía de la violencia mexicana. El Popocatépetl y el Iztaccíhuatl ya no dominan el horizonte; ahora son las montañas de muertos las que definen nuestro paisaje nacional.
Así, México se mira a sí mismo en un espejo fragmentado: el paisaje ya no es naturaleza, sino el registro brutal de la muerte y la desaparición. Y la justicia, en lugar de reparar, reproduce ese mismo paisaje con su indiferencia calculada, su lentitud deliberada y su incapacidad estructural para garantizar lo más básico: el derecho a vivir sin miedo.
La desaparición de Frany duele más allá de lo personal o lo local. Es la gota que derrama el vaso, un recordatorio de que la violencia no es abstracta ni estadística: tiene nombre, rostro y comunidad. Y tampoco se están matando solamente entre ellos. Estos tres cuadros nos ayudan a ver ese cuerpo social herido, pero es la realidad la que nos obliga hoy a exigir respuestas inmediatas.
Presidenta Claudia Sheinbaum y Gobernador Pablo Lemus a Frany, viva se la llevaron y viva la queremos.