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La trampa de ver enemigos donde hay ciudadanos. Las marchas una oportunidad perdida

Por Edith Roque

Profesora e investigadora de la Universidad de Guadalajara, SNI Nivel 1

La historia reciente de México es brutalmente clara: sin marchas y sin calle, el país no habría cambiado en los últimos 50 años. Los gobiernos de todos los partidos y colores reaccionan con una mezcla conocida: primero minimizan, luego descalifican y al final reprimen con gas, toletes o carpetas de investigación. En medio del ruido, conviene volver a lo básico: ¿qué está realmente en juego cuando hablamos de libertad de expresión, derecho de manifestación y de asociación? ¿Y por qué los gobiernos, lejos de ver una amenaza, podrían encontrar en las protestas una de sus últimas oportunidades de recuperar legitimidad?

La Constitución mexicana no es ambigua:

· Libertad de expresión (art. 6 y 7): derecho a buscar, recibir y difundir ideas por cualquier medio, incluida la calle y las redes sociales.

· Libertad de asociación (art. 9): derecho a reunirse pacíficamente para cualquier objeto lícito, sin necesidad de permiso previo.

· Derecho de manifestación: reconocido por la Constitución y por tratados internacionales; las marchas no son concesión graciosa del gobierno, son ejercicio de un derecho.

Sin embargo, cuando esos derechos se convierten en práctica —en pancartas, consignas, videos virales o hashtags que incomodan— el discurso oficial muta: lo que en abstracto se llama “libertad de expresión” pasa a etiquetarse como “golpismo digital”, “conspiración financiada desde el extranjero” o “movilización manipulada por la oposición”.

El mensaje es claro:

· Tienes derecho a expresarte… mientras no seas demasiado visible.

· Puedes manifestarte… si no afectas la narrativa oficial.

· Puedes asociarte… si no te organizas demasiado bien.

Cuando un gobierno usa recursos públicos para vigilar cuentas de redes, rastrear quién convoca una marcha, exhibir nombres de usuarios en conferencias y sugerir investigaciones penales por el simple hecho de organizarse, no está “defendiendo la democracia”; está enviando una señal de intimidación. Es censura blanda: no te prohíben hablar, pero intentan que te dé miedo hacerlo.

El peligro de esta lógica es doble:

1. Criminaliza la protesta antes de que ocurra (“si marchas, eres parte de un golpe blando”).

2. Vacía de contenido los derechos: si cada marcha importante se convierte en “amenaza al Estado”, entonces la Constitución queda en papel mojado.

Cada una de las grandes transformaciones democráticas y sociales estuvo antecedida —y muchas veces empujada— por ciclos de protesta que expusieron abusos, despertaron conciencias y obligaron a construir instituciones más fuertes.

Desde la Revolución Mexicana (1910-1920), que respondió a la desigualdad profunda del Porfiriato y derivó en la Constitución de 1917, hasta el movimiento estudiantil de 1968, cuya represión en Tlatelolco rompió el mito del “México en paz”, el país ha transitado una larga serie de movilizaciones que han marcado la vida pública. En 1971, el Jueves de Corpus evidenció el uso de grupos paramilitares; en 1994, el levantamiento zapatista colocó en el centro la agenda indígena; y en Aguas Blancas (1995) y Acteal (1997), la violencia contra campesinos e indígenas fue documentada y posteriormente condenada internacionalmente. En el siglo XXI, continúan los estallidos cívicos: la APPO (2006) frente a la represión docente; Atenco (2006) con denuncias de violaciones graves a derechos humanos; #YoSoy132 (2012) como respuesta a la manipulación mediática; Ayotzinapa (2014) que transformó la discusión sobre desaparición forzada; Nochixtlán (2016) ante reformas educativas; las marchas feministas (2019-2021) que impulsaron avances como la Ley Olimpia y la despenalización del aborto; la Marea Rosa (2022-2024) en defensa de instituciones electorales y judiciales; y en 2025, la convergencia inédita entre jóvenes Gen Z, médicos, maestros y campesinos, articulada alrededor de la inseguridad, la corrupción y la crisis económica.

Estos movimientos no fueron actos de desestabilización, sino recordatorios de que la democracia se afianza cuando la ciudadanía exige, no cuando se silencia. Y todos enfrentaron en su momento narrativas de deslegitimación, infiltraciones o la presencia del llamado “bloque negro”, una figura que surgió en México desde los años noventa y que ha aparecido recurrentemente en protestas masivas, mezclando activismo radical, grupos provocadores e infiltración policial. Su existencia no invalida la legitimidad del resto de las manifestaciones, pero sí evidencia la urgencia de profesionalizar protocolos de contención, observación de derechos humanos, mediación policial y rutas seguras de desescalamiento.

Cada movilización masiva ha sido un espejo incómodo para el régimen o gobierno en turno, y en todos los casos, el patrón se repite:

     1. Primero se dice que “no representan a nadie”.

     2. Luego que “están manipulados”.

     3. Después que “son violentos” “porros” o “golpistas”.

     4. Finalmente, algo cambia: una reforma se frena, una ley se matiza, una institución se crea, un funcionario renuncia, una narrativa oficial se derrumba.

Lo que casi ningún gobierno reconoce es que toda protesta masiva es también una oportunidad política. Una oportunidad para:

· Detectar dónde está el quiebre real entre gobierno y gobernados.

· Reconocer errores de política pública antes de que se conviertan en crisis mayores.

· Abrir canales de diálogo institucional con sectores que se sienten expulsados del sistema.

Cuando un gobierno responde solo con gas y descalificaciones, está desperdiciando esa oportunidad. Pero cuando decide escuchar —no en mesas eternas sin resultados, sino con compromisos verificables— la misma marcha que ayer fue crítica puede convertirse en punto de inflexión.

¿Qué podría hacer un gobierno que realmente quisiera aprovechar las marchas y no solo contenerlas?

1. De “golpismo digital” a ciudadanía digital

 En lugar de gastar tiempo y recursos en “peritajes” sobre cuántos bots impulsan un hashtag, el gobierno podría:

· Reconocer públicamente la legitimidad del hartazgo: decir con claridad “tienen razón en estar indignados por la violencia, la impunidad, la precariedad…”.

· Abrir plataformas oficiales de participación digital donde las demandas se conviertan en propuestas concretas: consultas, presupuestos participativos, observatorios ciudadanos, seguimiento público de compromisos.

· Garantizar que nadie será perseguido penalmente por convocar o promover protestas pacíficas en redes sociales. Un gobierno que de verdad confía en su democracia no le teme a un video de youtube, Instagram o TikTok.

2. Mesas de diálogo con dientes, no simulaciones

La experiencia mexicana está llena de “mesas de diálogo” que solo sirven para ganar tiempo. Si el propósito es reconstruir la confianza, las mesas deben tener dientes:

· Participación de víctimas, organizaciones y especialistas, no solo de intermediarios políticos.

· Calendario con metas verificables: por ejemplo, en seguridad, reducción de homicidios en zonas específicas, mejora en tasas de esclarecimiento, protección real a alcaldes y periodistas.

· Transparencia radical: transmisión pública, minutas obligatorias, indicadores que se publiquen cada mes.

3. Garantías reforzadas para el ejercicio de los derechos

Protestar no puede seguir siendo un deporte extremo. El Estado debería:

· Emitir protocolos claros de actuación policial que prioricen la no violencia, eviten la infiltración y sancionen el uso excesivo de la fuerza.

· Crear mecanismos expeditos de denuncia para personas detenidas arbitrariamente, periodistas agredidos y manifestantes lesionados.

· Asegurar que la libertad de asociarse y organizarse no sea pretexto para espionaje ni persecución política.

Un gobierno que escucha podría convertir esa energía en reformas puntuales: mejoras salariales y de protección para ministerios públicos y policías honestos, rediseño de programas de apoyo al campo, inversión real en salud y educación, no solo en discursos.

La tentación autoritaria —de derecha o de izquierda— es siempre la misma: ver en cada marcha una amenaza existencial, en cada pancarta un golpe de Estado, en cada crítica un acto de traición.

Pero un país donde la gente deja de protestar no es un país en paz: es un país resignado o sometido.

· Cuando los ciudadanos se callan, la impunidad se vuelve regla.

· Cuando nadie marcha, los abusos no se frenan: se normalizan.

El reto para cualquier gobierno democrático es entender que la protesta es una forma avanzada de participación, no un residuo del pasado. Y que la verdadera fortaleza institucional se mide no por la capacidad de llenar plazas con simpatizantes, sino por su disponibilidad para tolerar —y escuchar— plazas llenas de disidentes.

No se trata de idealizar las marchas: sí hay infiltrados, sí hay quien busca el caos, sí hay violencia injustificable. Pero usar esos casos como pretexto para descalificar a decenas de miles de personas que marchan con legitimidad es tan falso como decir que todo gobierno es corrupto porque algunos funcionarios lo son.

Frente a eso, los gobiernos pueden seguir llamando a todo “golpismo digital” y blindar palacios de gobierno con vallas y gas lacrimógeno… o pueden aceptar que la calle es hoy el principal barómetro de legitimidad democrática.

Si algo nos enseña la historia mexicana es que la calle casi nunca gana el mismo día, pero a la larga termina imponiendo cambios que el poder juraba imposibles. La pregunta no es si habrá más marchas; las habrá. La pregunta es si el gobierno tendrá la visión de ver en ellas una oportunidad de reconciliarse con su propia ciudadanía.

Porque al final, lo que se juega en cada manifestación no es solo el derecho a gritar en una plaza, sino algo más profundo: el derecho de toda una sociedad a no ser gobernada con miedo, sino con respeto. Y ese, aunque a veces lo olviden, es el verdadero corazón de cualquier democracia que se tome en serio.

 

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