Opinión Política
OPINIÓN

Del entusiasmo al desencanto

Por Ismael Zamora Tovar

Doctor en Educación

La historia política mexicana parece repetir un ciclo constante: esperanza, desencanto y reacomodo. Cada proyecto de gobierno que promete transformación social nace acompañado de un fervor moral que busca redimir al país de la corrupción, la desigualdad y la injusticia. Pero, con el paso del tiempo, la energía del cambio se diluye en la inercia del poder. La Cuarta Transformación (4T) no ha sido ajena a este proceso.

Después de siete años de gobierno, el entusiasmo inicial que acompañó al movimiento ha dado paso a una sensación de desgaste y desilusión. Muchos de quienes vieron en la 4T una esperanza de justicia social y un retorno de la política al servicio del pueblo hoy observan con preocupación la distancia entre las promesas y los resultados. El discurso del cambio ha sido absorbido por la lógica de la administración y del control político.

El gobierno ha insistido en sus logros macroeconómicos: estabilidad del peso, aumento del salario mínimo, expansión de programas sociales y cifras récord de empleo. Sin embargo, para millones de familias, la realidad cotidiana se mide en los precios del gas, el transporte o los alimentos.

En México, la economía no se discute en términos de indicadores, sino de experiencias: la percepción de que el dinero alcanza menos, de que la vida se ha vuelto más cara y de que el esfuerzo cotidiano no se traduce en bienestar. La distancia entre la economía oficial y la economía vivida genera una brecha de credibilidad. Cuando el discurso del éxito económico no coincide con la experiencia ciudadana, la confianza política se debilita.

El apoyo inicial al proyecto de la 4T fue, sobre todo, un voto de dignidad. No se trataba únicamente de respaldar un programa de gobierno, sino de reivindicar un sentimiento colectivo: el de los excluidos, los ignorados, los agraviados por un sistema que durante décadas los marginó.

Pero esa lealtad simbólica tiene límites. A medida que los problemas estructurales persisten (violencia, inseguridad, precariedad, desigualdad), crece la percepción de que la transformación no ha sido tan profunda como se prometió. Muchos votantes se sienten ahora atrapados entre la nostalgia del cambio y la realidad de la continuidad.

La decepción, sin embargo, no siempre se traduce en cambio de voto. En México, el desencanto suele conducir a la abstención o al repliegue moral. El ciudadano decepcionado no necesariamente se vuelve opositor; muchas veces se vuelve indiferente. Esa apatía política es, quizá, el mayor riesgo para la democracia.

Una de las debilidades más persistentes de la cultura política mexicana es la falta de memoria histórica activa. Cada movimiento se percibe como un comienzo absoluto, sin continuidad con las luchas anteriores. Por eso, el desencanto se repite con tanta facilidad: el país olvida, vuelve a creer y vuelve a desilusionarse.

El proyecto de la 4T despertó una esperanza legítima en la justicia social. Pero esa esperanza se erosiona cuando el poder se convierte en fin en sí mismo, cuando la crítica se castiga como traición y cuando la diversidad política se percibe como amenaza. Sin memoria crítica, el cambio se vuelve ritual: cada generación inaugura su propia transformación, pero pocas la consolidan.

El desencanto actual no proviene sólo de los resultados económicos, sino también del estilo de gobierno. La concentración del poder, la confrontación constante y la reducción del debate público a un esquema de leales y adversarios han creado una atmósfera de autoritarismo blando que avanza hacia una dictadura, en un clima en el que la crítica pierde legitimidad y la pluralidad se percibe como obstáculo.

En este ambiente, la transformación prometida se convierte en un discurso de autodefensa. El poder se mira a sí mismo como víctima y no como responsable, lo que impide la autocrítica y bloquea la posibilidad de corregir el rumbo. Una verdadera transformación requiere más humildad política que fervor ideológico.

México se encuentra en un momento de inflexión. El ciclo de esperanza y decepción podría repetirse, o podría abrir paso a una nueva madurez ciudadana. El reto no está sólo en el gobierno, sino también en la sociedad: aprender a sostener la esperanza sin ingenuidad, a exigir resultados sin caer en el cinismo, y a reconocer que la transformación social no depende de un líder, sino de una cultura democrática sostenida en la participación, la crítica y la memoria.

En última instancia, el rumbo del país dependerá de si el desencanto social se transforma en resignación o en una renovada energía cívica capaz de corregir el rumbo. La 4T aún podría recuperar su sentido histórico si vuelve a la esencia de su promesa —servir al pueblo y no servirse de él—, pero si el poder permanece atrapado en su propio relato, México corre el riesgo de repetir un patrón conocido: transformar la esperanza en desencanto y reducir el cambio a una consigna vacía bajo el autoritarismo.

Frente a ese escenario, la oposición y las organizaciones civiles tienen ante sí una oportunidad decisiva: impulsar una política animada por la madurez ciudadana y democrática. Su potencial reside en articular consensos, vigilar al poder y promover iniciativas que rebasen los intereses inmediatos. Si logran construir agendas compartidas con la ciudadanía, guiadas por la evidencia, la ética pública y la búsqueda del bien común, contribuirán no sólo a equilibrar el sistema democrático, sino también a encauzar la energía social hacia un cambio más consciente, sostenible y auténticamente transformador.

En este contexto, hablar de “asequibilidad” es decir, lo que puede conseguirse, resulta útil porque nos permite preguntarnos si la política y las instituciones realmente están al alcance de la gente. Más allá de los discursos, lo que importa es que cualquier persona pueda entender qué se decide, cómo se decide y cómo le afecta en su vida diaria. Cuando la información es confusa o los procesos son complicados, la ciudadanía se desanima y se aleja, y eso debilita nuestra democracia.

Por eso, mirar la política desde el discurso de lo que es posible –asequibilidad– nos ayuda a detectar qué nos está dejando fuera y qué tendría que cambiar para que participar sea más sencillo y tenga resultados visibles. Con este enfoque, tanto la oposición como las organizaciones civiles pueden ofrecer propuestas más claras y cercanas, que recuperen la confianza de la ciudadanía y hagan posible un cambio más práctico, incluyente y verdaderamente democrático.

 

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