Por Amaury Sánchez G.
Politólogo
Luz Elena González y la verdad energética que Peña no quiso ver.
Hay momentos en la historia en los que el brillo del poder enceguece tanto, que la mentira parece progreso y el saqueo, modernidad.
Eso ocurrió en 2013, cuando desde el atril dorado de Los Pinos, Enrique Peña Nieto anunció con voz mesurada y sonrisa televisiva una reforma que, dijo, “transformaría para siempre” la industria energética mexicana.
Los medios aplaudieron, los empresarios extranjeros brindaron y los tecnócratas se sintieron al fin protagonistas del primer mundo. Se hablaba, con una fe casi religiosa, de 200 mil millones de dólares en inversión extranjera directa. Un caudal de capitales que, según el discurso oficial, llegaría a revolucionar el petróleo, el gas, la electricidad, la petroquímica, y hasta el bolsillo del ciudadano común.
El país, nos dijeron, se llenaría de empleos y gasolina barata. Hoy, doce años después, la realidad ha presentado su factura. Y es una factura impagable.
Durante su primera comparecencia en el Senado, Luz Elena González, secretaria de Energía del gobierno federal, desnudó con cifras lo que la historia ya intuía: la reforma energética de Peña Nieto fue un fracaso monumental.
De los 109 contratos otorgados a privados, apenas aportan el 5% de la producción petrolera nacional, algo así como cien mil barriles diarios. Los prometidos 200 mil millones de dólares jamás llegaron. Y Pemex, en lugar de fortalecerse con la competencia, terminó convertido en la petrolera más endeudada del planeta, con pasivos que superaron los 100 mil millones de dólares en 2018.
El espejismo del oro negro
La reforma energética no fue un error técnico, sino una decisión política ideológica: se desmontó deliberadamente la capacidad productiva del Estado bajo el argumento de que “el mercado” sabría hacerlo mejor. El resultado fue un país que perdió músculo industrial y dependencia tecnológica.
Se remataron más de 60 plantas petroquímicas, se redujo en 60% la producción de combustibles y se interrumpieron cadenas productivas que llevaban décadas construyéndose.
En nombre de la eficiencia, se privatizó la ganancia y se socializó la deuda. El petróleo siguió siendo mexicano, sí, pero sus beneficios dejaron de serlo.
Aquel modelo, diseñado bajo los dictados de las consultoras extranjeras y celebrado por los organismos financieros internacionales, prometía competencia y terminó en concentración.
Las empresas privadas, con contratos a su medida, apenas extrajeron un fragmento del crudo nacional, mientras el Estado, debilitado y endeudado, se hacía cargo del mantenimiento, la exploración y los costos ambientales.
Fue el capitalismo sin riesgo, el negocio sin inversión y la “reforma estructural” sin estructura.
La factura ciudadana
Los efectos de esa política no se limitan a los balances de Pemex o a los informes de Hacienda.
El ciudadano de a pie, el que carga gasolina, paga la luz o compra gas doméstico, lo resintió en carne propia. Las tarifas subieron, el empleo especializado cayó y el país perdió soberanía energética. Importar gasolina se volvió más barato que refinarla, pero también más dependiente.
En el bolsillo del ciudadano no llegó ningún ahorro. La famosa “gasolina barata” fue una broma de mal gusto.
El país gastó más, recibió menos y terminó hipotecando su futuro energético a cambio de promesas incumplidas.

El giro de la 4T: del desmantelamiento al rescate
Por eso resultan reveladoras las palabras de Luz Elena González cuando afirma que “no se trata de cerrar la puerta a la inversión privada, sino de darle un marco de certidumbre bajo la guía del Estado”.
Esa frase, que parece técnica, encierra una redefinición del modelo energético mexicano: la inversión no desaparece, pero se subordina al interés nacional.
Hoy la Comisión Federal de Electricidad, empresa que en tiempos de Peña fue calificada como “insostenible”, reporta utilidades por 125 mil millones de pesos al tercer trimestre. Es una cifra simbólica: la empresa que los tecnócratas quisieron enterrar hoy genera ganancias.
Pemex, con todos sus desafíos, también ha recuperado producción y presencia. No es un milagro ni un acto de propaganda. Es el resultado de una política que busca restituir la soberanía energética como principio de desarrollo económico.
El futuro: energía limpia y soberanía inteligente
El reto que viene no es menor. La Secretaría de Energía se ha trazado una meta ambiciosa: que el 38% de la energía generada en México provenga de fuentes limpias.
Esa cifra no es solo un compromiso ambiental, sino un imperativo financiero. La transición energética global ya no admite titubeos. Si México no invierte en renovables, lo harán otros por nosotros.
Pero, a diferencia de 2013, el rumbo debe ser claro: no entregar, sino asociar; no vender, sino planear; no endeudarse, sino invertir con visión de Estado. El país puede y debe avanzar hacia la energía limpia, pero sin repetir el error de renunciar a su control sobre lo estratégico. Porque la energía, como el agua y la tierra, no son mercancías: son los pilares de la soberanía.
La lección que deja la mentira
En el fondo, la reforma energética de Peña Nieto no fracasó solo por falta de inversión, sino por exceso de ingenuidad.
Se creyó que abrir las puertas a las trasnacionales era sinónimo de modernidad. Se confundió la integración con la entrega. Y en esa confusión, México perdió una década de crecimiento energético, millones de empleos potenciales y su capacidad para decidir sobre su propio destino.
Hoy, con Luz Elena González al frente de la Secretaría de Energía, el discurso cambia de tono y de sustancia: no más espejismos, sino cuentas claras; no más promesas vacías, sino resultados medibles.
El Estado recupera su papel rector, y la ciudadanía, su derecho a saber que la electricidad que ilumina su casa o la gasolina que mueve su auto no dependen del humor del mercado, sino de la voluntad nacional.
La historia energética mexicana es una historia de traiciones y rescates.
De errores caros y esperanzas persistentes. Pero también es la prueba de que, incluso después del naufragio, un país puede volver a creer en sí mismo. Porque cuando la energía de un pueblo es propia, ni los intereses extranjeros ni las deudas ajenas pueden apagarla.



