Por Edith Roque
Profesora e Investigadora de la Universidad de Guadalajara, SIN Nivel 1
En México hablamos mucho, gritamos más y escuchamos poco. La conversación pública se fracturó al ritmo de los insultos digitales, de los monólogos políticos que no admiten réplica y de las narrativas que se disputan más por volumen que por razones. En un país que parece haber renunciado al matiz, a la pausa moral y a la complejidad, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara se ha convertido —casi sin quererlo— en el último territorio donde todavía es posible dialogar sin trincheras.
Cada año, cuando las puertas se abren y los pasillos se desbordan de voces distintas, la FIL recuerda una verdad que el clima político intenta sepultar: la pluralidad es el corazón de la democracia, y la conversación es su respiración. Si México deja de hablarse, deja de pensarse, y si deja de pensarse, deja de imaginarse.
Pero este año, más que nunca, la FIL llega envuelta en dos tensiones nacionales: la erosión de la libertad de expresión y la normalización de la violencia. Dos fuerzas corrosivas que moldean el presente mexicano y que, paradójicamente, encuentran en los libros su principal contrapeso. Leer es, a fin de cuentas, uno de los últimos actos de resistencia civil.
La libertad de expresión en México atraviesa un retroceso que ya no puede describirse como coyuntural, sino estructural. Las cifras son conocidas: asesinatos de periodistas, medios cooptados por intereses económicos o gubernamentales, polarización digital, discursos oficiales que deslegitiman la crítica, presión presupuestaria a instituciones culturales, intentos de censura bajo el disfraz de la austeridad o del “orden público”.
El país discute con furia, pero escucha con desconfianza. Se legisla sin diálogo, se gobierna sin contrapesos, se condena sin pruebas, se opina sin contexto. La palabra pública dejó de ser un puente para convertirse en un arma.
En este escenario, la FIL aparece como una anomalía luminosa: un espacio donde los libros no buscan aplausos, sino pensamiento; donde los autores no son celebridades, sino interlocutores; donde las ideas no piden permiso para existir. La FIL defiende —con su sola existencia— un principio democrático elemental: nadie tiene el monopolio de la verdad, y todas las voces tienen derecho a la plaza pública.
Guadalajara recibe cada año a miles de lectores que sostienen un gesto profundamente político: dedicar tiempo a pensar. En un país exhausto por la polarización, la lectura se vuelve una forma de tregua y, a la vez, un laboratorio de acuerdos.
México vive un momento donde la conversación pública está herida y la empatía colectiva está agotada. La FIL no es la solución a todos los males, pero sí es una brújula. Nos recuerda que pensar juntos todavía es posible, que la pluralidad no está perdida, que la violencia no tiene por qué normalizarse, que la democracia también se construye leyendo.
En los pasillos de la FIL no importa si uno votó por la izquierda o la derecha, si cree en la militarización o la rechaza, si confía en las instituciones o las cuestiona. Lo que importa es que todos llegan por la misma razón: comprender. Ese simple hecho, tan elemental como extraordinario, convierte a la FIL en un espacio de ciudadanía activa.
La lectura no solo informa; desarma fanatismos, obliga a considerar ángulos distintos y a mirar el mundo con mayor complejidad. Por eso los autoritarismos desconfían de los libros: porque enseñan a pensar sin permiso.
Mientras en la arena política se compite por imponer narrativas, en la FIL se aprende a convivir con ellas. Es un territorio donde la conversación pública recupera su propósito: no vencer, sino comprender.
Hay otro motivo que vuelve urgente la existencia de la FIL: México se está acostumbrando a la violencia. Los datos lo confirman: homicidios, desapariciones, feminicidios, extorsiones, desplazamientos internos. Pero más que las cifras, inquieta el efecto emocional: nos hemos vuelto espectadores indiferentes.
Cada día consumimos noticias atroces que ya no conmueven. Hemos reemplazado la empatía por la estadística y la indignación por la resignación. La violencia se volvió paisaje, ruido de fondo, parte del clima nacional.
Este fenómeno, conocido como desensibilización colectiva, amenaza la posibilidad misma de una convivencia democrática. Un país que deja de sentir deja de reaccionar, y, un país que deja de reaccionar deja de exigir justicia.
Aquí la lectura se vuelve una pausa ética: en un mundo saturado de impacto emocional, los libros devuelven profundidad, restituyen el derecho a sentir, permiten elaborar lo que las palabras urgentes de la vida diaria ya no alcanzan.
Leer no es un escape: es una forma de reconocimiento. A través de los libros volvemos a mirar el dolor ajeno, no como cifra, sino como rostro. Comprendemos que detrás de cada homicidio hay una historia incompleta, una familia que no duerme, una comunidad desgarrada.
La literatura, el ensayo y hasta la crónica judicial cumplen una función restaurativa: permiten volver a sentir lo que la saturación mediática anestesia.
En países devastados por guerras o dictaduras —Sudáfrica, Colombia, Argentina, Bosnia— la lectura ha sido herramienta clave en procesos de verdad, memoria y justicia. No solo por documentar el horror, sino por humanizarlo. Los libros reconstruyen hilos emocionales que el trauma social rompe.
En ese sentido, la FIL es también un espacio de justicia restaurativa civil. No repara delitos, pero sí repara sensibilidades. Nos recuerda que la empatía es un músculo que, sin ejercicio, se atrofia.
Vivimos un tiempo donde todo se reduce: un tuit, un video de 30 segundos, un titular que no explica, una discusión que se vuelve consigna. La lectura, en cambio, exige tiempo, paciencia, concentración y profundidad. Es lo opuesto al consumo instantáneo.
Por eso, en la FIL, miles de jóvenes encuentran algo que internet no puede ofrecer: complejidad, y, es precisamente la complejidad la que nos salva del autoritarismo.
La polarización prospera donde el pensamiento crítico se debilita. Los discursos de odio crecen donde el matiz se extingue. La manipulación política triunfa donde la ciudadanía no distingue entre información y propaganda.
La FIL, al reunir a lectores, académicos, periodistas y docentes, se vuelve una especie de universidad ciudadana, un espacio donde el conocimiento se democratiza sin burocracia, donde la educación informal adquiere el poder pedagógico que a veces la escuela formal traiciona por falta de recursos o por exceso de dogmas.
Los libros no cambian el país de inmediato, pero cambian a quienes después cambiarán el país. Toda transformación social nace primero como idea, como pregunta, como crítica. Es un espacio que siembra esas preguntas en quienes aún creen que México merece algo mejor.
Mientras la política se aferra a sus urgencias electorales, la FIL apuesta por lo que las democracias maduras saben: que la conversación pública no se sostiene con propaganda, sino con conocimiento; que la ciudadanía no se forma con discursos, sino con lecturas; que la paz no se construye con silencios impuestos, sino con voces escuchadas.
En un país donde la muerte se cuenta con rigor estadístico, pero sin rigor humano, leer nos devuelve lo que la violencia arrebata: la conciencia de que cada vida importa.
La FIL, al reunir miles de voces, reconstruye un tejido emocional que los discursos oficiales no alcanzan. Los libros acusan donde la política calla. Ninguna cifra sustituye la historia que revela una novela, una memoria, un testimonio o una investigación periodística.
Leer nos rehumaniza, y un país rehumanizado es menos manipulable, menos violento, menos dispuesto a aceptar la injusticia como forma inevitable de vida.
México vive un momento donde la conversación pública está herida y la empatía colectiva está agotada. La FIL no es la solución a todos los males, pero sí es una brújula. Nos recuerda que pensar juntos todavía es posible, que la pluralidad no está perdida, que la violencia no tiene por qué normalizarse, que la democracia también se construye leyendo.
Defender la FIL es defender el derecho a imaginar un país distinto. Un país donde los libros no son lujo, sino puente; donde la conversación no es guerra, sino encuentro; donde la empatía no es excepción, sino hábito.
La paz no se improvisa. Se escribe, se dialoga, se lee, y quizá por eso, en medio de tanto ruido, la FIL sigue siendo uno de los últimos bastiones de la conversación pública y el primer paso para recuperar la humanidad que la violencia amenaza cada día.





