Por Amaury Sánchez G.
Politólogo
“El campo no pide caridad, exige justicia; porque sin el sudor del agricultor, ni el pan ni la patria serían posibles.”
Antes de juzgar lo que ocurrió en aquella mesa de diálogo del 17 de octubre, hay que entender —y sobre todo defender— el trabajo de los agricultores. Ellos son la raíz viva de toda la cadena de distribución que sostiene a México. Si el agricultor no siembra, no hay transporte, ni empaques, ni bodegas, ni mercados, ni empleos. Todo comienza y todo termina en la tierra.
Imagínese usted a un productor saliendo de su rancho con entre diez y veinte toneladas de maíz o jitomate, recorriendo más de cien kilómetros hasta llegar a los centros de distribución, muchas veces con caminos de terracería, combustible caro, y un camión que se convierte en su única esperanza para que su producto no se pierda. Lo que transporta es perecedero; requiere refrigeración, empaque, rapidez, cuidado. Si no se mueve en tiempo y forma, se pudre. En una palabra: ya no sirve.
Y a esa tragedia del desperdicio se suma otra más dolorosa: el precio. Porque en México, producir es un acto de resistencia. Al que siembra, se le castiga; al que revende, se le premia. Los intermediarios —esos que nunca han olido la tierra ni sentido el cansancio del surco— son quienes deciden a cuánto se paga y a cuánto se vende. A un campesino se le paga una caja de jitomate en cinco pesos, mientras en el mercado se revende entre treinta y cuarenta. Lo mismo pasa con el maíz: se paga a cuatro pesos el kilo, pero la tortilla termina en veinte. ¿Qué pasa en medio? Una cadena de especulación que deja al productor con las manos vacías y al consumidor con la cartera herida.
El campo mexicano no necesita caridad, necesita justicia. Justicia para quien produce, no para quien intermedia. Justicia que no se reparta en discursos, sino en políticas públicas que garanticen precios de garantía reales, transporte digno, almacenamiento adecuado y un mercado que no devore al más débil.
Es en este contexto donde debe entenderse el papel del Secretario de Agricultura, Julio Berdegué Sacristán, quien enfrentó una de las pruebas más complejas de su gestión tras el paro nacional del 14 de octubre, donde miles de productores de más de veinte estados exigieron sacar los granos básicos del TMEC y garantizar siete mil doscientos pesos por tonelada de maíz. Berdegué, instruido por la Secretaría de Gobernación, convocó a una mesa de diálogo con los productores del Bajío —Jalisco, Guanajuato y Michoacán— y lo hizo bajo una premisa esencial: mantener la calma, evitar la confrontación y abrir un canal de comunicación constante.

Durante la reunión, hubo fricciones, sí, pero también hubo dirección. El secretario decidió moderar la entrada de algunos dirigentes para mantener la conversación dentro de un marco técnico y de respeto, evitando que la tensión social se desbordara. Su decisión no fue una afrenta a los productores, sino un acto de control político y prudencia institucional. En un momento donde cualquier palabra mal colocada podía encender una chispa nacional, Berdegué optó por mantener el cauce del diálogo.
El resultado fue una «Relatoría de Acuerdos» que, aunque discreta en su lenguaje, garantizó algo fundamental: que las manifestaciones no serían reprimidas y que el gobierno continuaría el diálogo con los productores, reuniéndose nuevamente en diez días. Puede parecer poco, pero en la administración pública, abrir un espacio de confianza es un paso gigantesco.
Julio Berdegué Sacristán logró lo que muchos habrían perdido en el intento: controlar una crisis con serenidad. Su estrategia fue sencilla pero efectiva: escuchar, contener y planear. No hubo desplantes, no hubo violencia, y sobre todo, no se rompió el vínculo con los productores. En política, a veces el mérito no está en resolver todo en un día, sino en impedir que un problema se convierta en conflicto nacional.
Y es que el campo mexicano está cansado, pero no vencido. Cada productor que sale con su camión de jitomate, maíz o chile lo hace con la esperanza de que su trabajo sea valorado. Ellos no piden limosnas, piden equidad. No quieren subsidios pasajeros, sino justicia estable. Lo que Berdegué entendió —y eso hay que reconocerlo— es que no se puede gobernar un país de campesinos con oídos sordos. Su manejo de la situación, discreto pero firme, representa una apuesta por el equilibrio: ni reprimir al pueblo ni ceder al caos, sino mantener el diálogo vivo.
El gran desafío ahora será cumplir lo prometido. Porque si bien el maíz no espera, tampoco lo hace la dignidad. El precio de los granos no es un número técnico: es el reflejo del valor que la nación le da a su trabajo más esencial. Si seguimos permitiendo que el agricultor venda a pérdida mientras los intermediarios multiplican su ganancia, México continuará alimentando la desigualdad desde su raíz.
La reunión del 17 de octubre no fue un simple encuentro administrativo. Fue el símbolo de un país que intenta reordenar su relación con quienes lo alimentan. Berdegué supo mantener abierta la puerta del diálogo, y con ello dio un respiro a la tensión social. El reto será convertir esa apertura en resultados tangibles: garantizar precios justos, fortalecer la infraestructura rural, y frenar el abuso de los intermediarios que encarecen la vida del consumidor y empobrecen al productor.
Porque, como lo han dicho una y otra vez los hombres del campo: no se puede vender a cinco pesos lo que cuesta mover a seis. No se puede producir en un sistema que premia al revendedor y castiga al que trabaja la tierra. México debe decidir si quiere seguir importando su comida o producirla con dignidad. Y para eso, hacen falta políticas, no discursos.
Julio Berdegué Sacristán ha dado el primer paso correcto: entender que el conflicto campesino no se resuelve con represión, sino con diálogo y presencia institucional. Ha devuelto a los productores algo que no tenían: la posibilidad de ser escuchados. Y eso, en un país donde la voz del campo suele perderse entre los muros del poder, ya es una victoria.
La paz del campo no se consigue con promesas, sino con hechos. Pero el diálogo abierto por Julio Berdegué Sacristán sienta las bases de una nueva relación entre gobierno y productores. Si se cumple lo pactado, si se actúa con justicia y se corrige el abuso de los intermediarios, México podrá mirar a sus agricultores con orgullo y no con deuda. Porque el día que el campesino venda lo justo por su trabajo, ese día el país volverá a florecer.



