Por Álvaro Martínez García
Director del Archivo Municipal de Guadalajara
En México, hablar de democracia ya no es un ejercicio teórico reservado para las aulas universitarias. Está en las sobremesas familiares, en las conversaciones de oficina, en el transporte público. Está, sobre todo, en las preocupaciones cotidianas de millones de personas que sienten que, pese a tantos cambios, el país sigue atrapado entre promesas incumplidas y riesgos que crecen sin que nadie parezca poder detenerlos.
Hoy, uno de los temas más urgentes y quizá menos comprendidos es el de la gobernabilidad y los contrapesos. No suena tan emotivo como la inseguridad o tan tangible como la inflación, pero determina la manera en que se toman decisiones que afectan a todos. Y en los últimos años, los pilares institucionales han experimentado presiones cada vez mayores.
La discusión ya no es sólo jurídica, es profundamente cotidiana. Porque cuando se erosiona la independencia judicial, cuando los contrapesos se debilitan o cuando el poder se concentra demasiado, las consecuencias se sienten en la vida diaria.
México vive una paradoja. Por un lado, hay un enorme deseo de cambio: de romper inercias, limpiar la corrupción, acortar la distancia entre la política y la gente. Ese anhelo es genuino y entendible. Por otro lado, la forma en que se está intentando transformar el sistema ha generado nuevas tensiones.
Las recientes reformas al Poder Judicial, la discusión sobre el papel de órganos autónomos y la constante confrontación entre el Ejecutivo y sectores de la sociedad civil han encendido alertas entre académicos, organizaciones y ciudadanos. No porque defender instituciones sea un acto de nostalgia, sino porque la historia ha demostrado que cuando los contrapesos desaparecen, el poder deja de responder a la ciudadanía y empieza a responder sólo a sí mismo.
La gobernabilidad no significa que un gobierno pueda hacer todo lo que quiera sin obstáculos. Significa que puede conducir al país sin romper las reglas que garantizan la convivencia democrática. Y esas reglas existen para protegernos incluso de nuestras propias simpatías políticas.
Las personas al centro, por qué los contrapesos importan más de lo que parecen
A veces los debates sobre instituciones parecen abstractos. Pero si bajamos la conversación a la vida diaria, la imagen cambia.
Un juez independiente no es un lujo institucional, es la garantía de que cualquier persona, sin importar su poder o dinero, puede aspirar a la justicia. Un órgano autónomo no es un capricho burocrático, es la forma de asegurar que la información pública no dependa del humor del gobierno en turno. Un contrapeso legislativo no es un estorbo, es un mecanismo que evita decisiones apresuradas que pueden lastimar a millones.
Cada institución debilitada se traduce en un derecho debilitado. Y cada derecho debilitado se traduce en una persona más vulnerable frente a los abusos.
Por eso este tema toca fibras sensibles. No es sobre tecnicismos, sino sobre cómo queremos vivir. ¿En un país donde el poder se controle a sí mismo, o en uno donde existan mecanismos claros para limitarlo cuando sea necesario?.
En la sociedad mexicana conviven dos emociones contradictorias, el cansancio y el interés
Por un lado, hay un cansancio evidente hacia la clase política. Muchos sienten que “todos son iguales”, que las instituciones solo sirven a unos pocos, que nada cambia en lo fundamental. Ese cansancio abre la puerta a discursos que prometen soluciones rápidas, mano firme y reformas radicales.
Pero también hay un gran interés. Se ve en colectivos ciudadanos que defienden sus postulados, en periodistas que no abandonan su labor pese a los riesgos, en jueces que resisten presiones, en jóvenes que se organizan para participar en política fuera de las estructuras tradicionales. Es un país vivo, inquieto, que no acepta tan fácilmente la resignación.
El problema no es querer cambiar. El problema es creer que para cambiar hay que romper lo que nos protege.
La democracia mexicana tiene defectos evidentes. Pero destruir sus contrapesos no va a reparar estos defectos, los va a profundizar. Necesitamos reformas, sí. Necesitamos instituciones más eficientes, más cercanas a la gente, más transparentes. Pero esas reformas deben fortalecer la división de poderes, no diluirla, deben ampliar la rendición de cuentas, no sustituirla, deben abrir espacios de participación, no concentrar decisiones.
La pregunta que debemos hacernos es simple, pero decisiva: ¿queremos un Estado fuerte o un gobierno fuerte? Porque no son lo mismo.
Un Estado fuerte tiene instituciones sólidas que funcionan sin importar quién gobierna. Un gobierno fuerte sin contrapesos puede parecer eficaz, pero es frágil y potencialmente peligroso.
Defender lo que nos pertenece
La gobernabilidad democrática no se mantiene sola. No es un regalo de ningún gobierno ni un resultado automático del voto. Se sostiene porque la sociedad la protege, la discute, la exige.
En un país donde la polarización se ha vuelto parte del paisaje, recordar que las instituciones no pertenecen a un partido político, sino a la ciudadanía es un acto profundo; defenderlas también.




