Opinión Política
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Durmiendo con el enemigo

Por Jorge Cabrera

Maestro en Economía y Política Internacional CIDE

Mientras Estados Unidos concentra buena parte de su discurso político en frenar la entrada de drogas por la frontera sur y en responsabilizar a los cárteles latinoamericanos de la crisis de sobredosis, una revisión de su propia estrategia y de los presupuestos federales revela una realidad incómoda: el problema fundamental no es la oferta, sino la demanda interna, una demanda gigantesca, estable y profundamente arraigada en factores sociales, económicos y de salud mental.

Desde hace décadas, la política antidrogas norteamericana ha alternado entre dos grandes enfoques: reducir la oferta —perseguir a los traficantes, endurecer las fronteras, desmantelar redes internacionales— y reducir la demanda —tratar adicciones, prevenir el consumo y mejorar la salud pública. Sin embargo, aun con miles de millones invertidos en ambos lados, la evidencia muestra que mientras exista un mercado tan amplio y rentable dentro de Estados Unidos, la oferta nunca desaparecerá. Podrá mutar, cambiar de origen, mudarse de país o de modalidad, pero no cesará.

Los datos federales más recientes son reveladores. De acuerdo con los informes presupuestales de la Oficina de Política Nacional para el Control de Drogas (ONDCP), en el periodo 2023-2025 el gobierno destina alrededor de 55 a 56 % del gasto antidrogas a la reducción de la demanda, es decir, a programas de tratamiento, prevención y campañas de salud pública. El restante 44 a 45 % se utiliza para combatir la oferta: operativos de interdicción, decomisos, vigilancia fronteriza y acciones contra cárteles transnacionales. Es un viraje notable si se compara con años anteriores, cuando más del 60 % se gastaba en perseguir proveedores y solo 38-44 % en salud y prevención.

Pese a este reajuste, el sistema sigue enfrentando una contradicción central: la demanda norteamericana supera por mucho la capacidad de cualquier estrategia de interdicción. El mercado estadounidense de drogas ilegales —estimado en decenas de miles de millones de dólares anuales— es el más grande del mundo. Y ese volumen colosal no se explica por la existencia de cárteles latinoamericanos, sino por condiciones internas: adicciones masivas a opioides, acceso desigual a salud mental, aislamiento social, crisis económicas recurrentes y una industria farmacéutica que abrió la puerta al consumo descontrolado desde los años noventa.

La historia reciente lo demuestra con claridad. Cuando se redujo la disponibilidad de heroína mexicana, el vacío lo llenó el fentanilo chino. Cuando se presionó a China para regular precursores, aparecieron laboratorios clandestinos en terceros países. Si mañana se destruyeran los cárteles mexicanos, la demanda estadounidense seguiría generando oportunidades multimillonarias para redes criminales en Europa del Este, África Occidental o incluso nuevas organizaciones domésticas, como ya ocurre con distribuidores comunitarios y micro-laboratorios en ciudades de todo el país.

La propia DEA reconoce en sus evaluaciones anuales que el tráfico se adapta con mayor rapidez de la que las autoridades pueden reaccionar: cambian rutas, tecnologías, mezclas químicas y métodos de envío. La interdicción puede encarecer temporalmente el producto, pero no erradica el incentivo económico. Cuando existe un consumidor dispuesto a pagar 200, 300 o 500 dólares por un gramo de producto, la oferta siempre encontrará un camino.

Por ello, cada vez más especialistas coinciden en que la llamada “guerra contra los cárteles” es insuficiente, incluso inservible, si no se coloca en el centro el verdadero problema: el mercado estadounidense. La reducción de sobredosis lograda en 2024 —casi 24 % menos, según los CDC— se explica justamente por políticas de salud pública: expansión de naloxona, mayor acceso a tratamientos y monitoreo epidemiológico. Es decir, por atender la demanda, no por atacar la oferta.

Estados Unidos mira hacia el exterior para culpar a otros de su crisis interna. Pero mientras lo haga, seguirá repitiendo el mismo ciclo: decomisos espectaculares, operativos internacionales, presiones diplomáticas y, al mismo tiempo, un mercado doméstico que jamás se achica y que convierte cada droga prohibida en un negocio irresistible para cualquier organización criminal en cualquier parte del mundo.

El enemigo no está solo al sur del Río Bravo. El enemigo está en casa.

 

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